El novelista Eduardo Mendoza.

El novelista Eduardo Mendoza. EFE

Todos los premios tienen sus peculiaridades pero las del Premio Cervantes son arrebatadoras. La más llamativa (ni siquiera está claro si se trata de una norma, un pacto o una galantería envenenada) induce a premiar escritores peninsulares los años pares y a los del resto de países de habla hispana los impares (algunos desaprensivos han empezado a llamarle el “Grammy Latino”), lo que provoca, de un curso a otro, una desproporción intolerable en el trabajo de los jurados, y que debería reflejarse en la minuta.

Otras peculiaridades son más sibilinas e inquietantes. En la última década el Cervantes Peninsular ha galardonado a escritores nacidos en Barcelona, sólo se ha inmiscuido Caballero Bonald, ¿acaso porque hay una foto célebre donde aparece rodeado de Barral, Gil de Bidema y Joan Ferraté ante la tumba de Machado? La pauta es evidente, la explicación todavía esquiva.

Como tantos otros premios, el Cervantes se siente obligado a justificar el ejercicio (legal) de su autoridad en una gavilla de argumentos. Tomada de manera literal la redacción de este año no tiene desperdicio: “Por devolver al lector el goce del relato y el interés por la historia que se cuenta”. El subrayado es mío.

Como tantos otros premios, el Cervantes se siente obligado a justificar el ejercicio (legal) de su autoridad en una gavilla de argumentos: tomada de manera literal, la redacción de este año no tiene desperdicio

Me dirán: “Hombre, claro, si el anterior premiado fue Juan Goytisolo”; de acuerdo, pero como otra de las peculiaridades del Cervantes es que en caso de duda entre meritorios suele decidir el número más alto de DNI, parecería como si hubiéramos tenido que llegar a Mendoza para librarnos de una secuencia de premiados “peñazo”, entregados a las malabares lingüísticas, incapaces de proporcionarnos una “buena historia” ni de preocuparse debidamente por nuestro “goce”, y que ya está bien de tanta sofisticación. Y eso que entre los premiados encontramos nombres nada sospechosos de “vanguardismos” como Torrente Ballester, Delibes, Marsé o Matute.

La pervivencia

Tengo la impresión de que la mención al “humor”, al “relato”, al “placer”… sitúan a Mendoza en unas coordenadas equívocas, más peligrosas en la medida que son plausibles. Al fin y al cabo se necesita estar ciego para confundir a un león con un gatito, pero en determinadas condiciones de penumbra y lejanía, igual no reparamos en las garras del lince. Repasando los argumentos de las tres novelas principales de Mendoza (La verdad, La ciudad, Una comedia), sólo hay uno que me despierta interés, y tampoco como para ir corriendo a la librería. El “placer” que todas ellas me procuran surge de la manera como Mendoza aborda el asunto, hasta el punto de que sólo hay “asunto” porque detrás está Mendoza.

Juan Benet aseguró que de todas las novelas de la década la única que tenía asegurada su pervivencia era La ciudad de los prodigios

Si reparamos en la frase el estilo de Mendoza para nada admite ser calificado de sencillo ni aguado, sino cortante y lleno de insinuaciones; si atendemos a la página o al conjunto siempre me ha impresionado la transversalidad con la que Mendoza recorre la ciudad, los rápidos cambios de perspectiva, de los que quizás deriva su preferencia por el retrato cenital y las huidas en globo. Tal vez fue por esta sustanciosa ligereza o por su comprensiva amplitud por la que Juan Benet aseguró que de todas las novelas de la década la única que tenía asegurada su pervivencia era La ciudad de los prodigios.

Un elogio que vendría a confirmar que cuando se trata de escribir novelas hay muchas poéticas, pero un solo bando bueno: el de la originalidad lograda. Y es que también hay unas cuantas cosas a matizar en la idea de “claridad” con la que la pereza asocia a Mendoza.

Si bien en La verdad sobre el caso Savolta un embrollo de técnicas da paso a una narración más o menos lineal, con lo que Mendoza parece reprochar el esfuerzo invertido por la moda del “vanguardismo” en complicar la narración, no es menos cierto que los extensísimos párrafos de La Ciudad de los prodigios (plagados de ramificaciones “arbitrarias” según el manual de confección de novelas que atrapan o se pegan o te arrastran) resultan de una complejidad casi desasosegante al lector cuya atención está conformada por la lisura intelectual y sentimental que impone la literatura de espadachines y catedrales. Me temo que quien disfruta exclusivamente de esta clase de libros no encontrará demasiado “goce” en La ciudad de los prodigios.

Quien mejor ha explicado está “paradoja” ha sido Ignacio Echevarría: “Mendoza mueve a admitir que es posible reemprender cualquier camino y ejercer la tradición (y la convención) en un sentido no reaccionario; es responsable de algunas de las más subversivas operaciones padecidas por la reciente narrativa española. En La verdad sobre el caso Savolta arrastraba la tan traída y llevada novela social al terreno del folletín y hacia la lucha de clases un móvil de la novela policíaca”. O dicho de otro modo: la originalidad no está tanto en la “técnica” elegida como en los logros de su aplicación.

De Los Morancos a Woody Allen 

Sobre el humor también se podría matizar mucho. El humor (sin dejar de serlo) admite una paleta amplísima que va desde las emisiones guturales de los Morancos hasta, por decir algo, Woddy Allen. El humor de Mendoza en sus tres novelas mayores es muy específico, suele desprenderse de situaciones vagamente grotescas, de su atención por los estrafalarios y los advenedizos, por los talentos (artísticos en un sentido lo bastante amplio para incluir el travestismo) atorados o insuficientes, todo envuelto por la recreación de un pasado miserable, cuyas líneas de tensión política jamás están desactivadas (Mendoza no se permite ser lelo, ambiente propicio para el despliegue del best-seller).

Sus líneas de tensión política jamás están desactivadas: Mendoza no se permite ser lelo, ambiente propicio para el despliegue del best-seller

Cómicas como son (a menudo hasta la carcajada) estas situaciones proyectan una sombra melancólica, cuando no abiertamente triste. En mi recuerdo de las novelas las tonalidades del ánimo aparecen mezcladas en una suerte de aleación: la comprensión afligida de múltiples aspiraciones humanas, sin que sea sencillo decidir si nos parecen nobles por cómicas, o cómicas por nobles.

Crean lo que crean los novelistas que estén haciendo cuando responden una entrevista lo único seguro es que siembran pistas y claves en las mentes de los jóvenes aspirantes. Consejos a remitentes desconocidos. Conservo uno excelente de Mendoza: “Para ser un buen novelista hay que ser bastante desvergonzado”, algo así.

Interpreto la frase como una consigna para someter no sólo la propia idea del decoro, sino también las convicciones de la propia tribu. La indicación que justo cuando encontramos una resistencia empieza lo interesante, y también la sugerencia que nuestros autorretratos (favorecedores o quejosos) rara vez le interesan al lector. Que nos debemos al libro que estamos escribiendo, y que si para llevarlo a buen puerto debemos confundirnos durante algunas páginas con unos frívolos, unos ingenuos, unos desvergonzados o unos cínicos, pues bien empleado estará. 

Mi chiste favorito de Mendoza está en El año del diluvio. Me da un poco de apuro reconocerlo (es de los groseros) y además no tengo la novela a mano. Va de un bandolero y unas gafas, no les digo más. Tampoco es un chiste importante para el conjunto, que arranca con un refrescante espíritu cómico y termina en una secuencia de páginas tan melancólicas que casi resultan desoladoras. Si no lo han hecho, échenle un ojo, encontrarán en esa transición del clima narrativo mucho más que diversión ligera y un oficio imposible de discutir. Encontrarán talento. 

Eduardo Mendoza es un novelista importante.

*Gonzalo Torné (Barcelona, 1976) es escritor, traductor y editor. Autor de novelas como 'Hilos de sangre' y 'Divorcio en el aire'. En 2015 publicó su primera novela negra, 'Nadie debería irse a dormir', bajo el seudónimo de Álvaro Abad.