Russell Crowe.

Russell Crowe. Javier Muñoz.

A principios de año mantuve varias entrevistas con el bailarín y coreógrafo Chevi Muraday que me sirvieron para escribir el libro Esto acaba de empezar, un repaso por los veinte años de una compañía privada de danza contemporánea en España. En una de las conversaciones, le pregunté a Chevi por el Premio Nacional de Danza que recibió en 2006 y si esa distinción podía cambiar una vida. Chevi me contestó que el Premio Nacional era como el año de una miss. “Me pusieron la corona y la banda durante un año. Todo es maravilloso durante ese periodo. Pero al año siguiente, te arrancan la corona, la banda, y se la dan a otra. Vuelves a ser el mismo currito de antes. No te cambia la vida”, me contó.

Puede que todos los grandes premios, todos los galardones que presentimos como definitivos, que dejan de ser un bonito reconocimiento para convertirse en una ansiada meta, estén sobrevalorados. No porque lograrlos no sea valioso, que lo es. Un Goya, un Oscar, un Max, un Planeta, un Pulitzer, son premios que cualquier persona que se dedique al cine, al teatro, a la escritura, al periodismo, desearía recibir.

De Gladiator a La momia

En ocasiones, cuando les restamos importancia, es porque estamos amaestrando nuestro ego para que se vaya acostumbrando a sobrevivir sin ellos. Son nuestras expectativas las que alteran las reglas del juego. Las que nos hacen creer que algo debe cambiar, obligatoriamente, y todo, a partir de ese momento, debería resultar más sencillo. Y nada es sencillo cuando el oficio es crear.

Pienso en ello cuando observo al actor Russell Crowe estrenar un remake de La momia, una película de aventuras, monstruos y sustos, que hemos visto diez millones de veces, pensada para ganar mucho dinero y con Tom Cruise como absoluta estrella comercial. Pienso en el momento en el que Russell Crowe fue el mejor actor del año, ganó el Oscar por su interpretación en Gladiator, uno de esos fenómenos cinematográficos que se escapa a mi entendimiento, y dejó de ser un actor de reparto para convertirse en protagonista. Su talento y calidad interpretativa era exactamente la misma pero el premio, a la vista de los demás, le situaba en otra categoría. Tal vez la razón del desequilibrio no esté en las expectativas del actor sino en las del público. O en ambas.

Russell Crowe fue el mejor actor del año, ganó el Oscar por su interpretación en Gladiator, uno de esos fenómenos cinematográficos que se escapa a mi entendimiento, y dejó de ser un actor de reparto para convertirse en protagonista

Durante el año de reinado de una miss todo son eventos, proyectos, campañas publicitarias, contratos. Al año siguiente, con la llegada de la nueva reina de la belleza, la soberana derrocada tiene que pelear de nuevo por un pedazo del pastel. Ya nadie llama a su puerta insistentemente para ofrecerle trabajo porque ahora están llamando a la puerta de otra, del rostro de moda que tiene el reclamo mediático ganado de antemano. Siento que algo similar, como bien me explicaba Chevi Muraday, sucede con los actores y actrices cuando ganan un Oscar.

El Oscar, el precio del actor y la taquilla

Es habitual que, al año siguiente de obtener la estatuilla, repitan nominación. La película e interpretación que escojan tras el premio puede ser mucho más definitiva en su trayectoria que el propio galardón. Eso le sucedió a Russell Crowe, que rodó Una mente maravillosa –el papel de John Nash era mucho más atractivo y más complejo que el del general Maximus-, y repitió nominación. No ganó el Oscar pero sí muchos más grandes premios que con el personaje de Gladiator. Sin embargo, a partir de ese momento, el aurea del premio se fue apagando dejando que entrase la luz natural. El interés mediático viró hacia Denzel Washington. Y al año siguiente, hacia Adrien Brody. Y así hasta hoy.

Ganar un Oscar sube el caché de un actor en un 20%. Inmediatamente. Por eso es tan importante la siguiente película al premio. Y la siguiente. El sueldo del actor se convierte en una inversión económica que hacen las majors y que pretenden recuperar en la taquilla. No están pagando por su talento; están remunerando sus expectativas. Ganar un Oscar hace que un actor sea más caro y al final, si no hay ingresos en taquilla, al empresario no le compensa contratarlo y buscará otro rostro no tan caro, sin premio, pero rentable. De ahí que muchos actores y actrices, tras ganar el Oscar, rueden más blockbusters. Porque tienen que ser rentables si quieren mantener su salario. La otra opción será bajarlo.

Ganar un Oscar hace que un actor sea más caro y al final, si no hay ingresos en taquilla, al empresario no le compensa contratarlo y buscará otro rostro no tan caro, sin premio, pero rentable

Russell Crowe no es el único actor que vivió un año de reinado y, trescientos sesenta y cinco días después, comprobó que ya había otra miss esperando su oportunidad. Que se había convertido en un privilegiado más de la hemeroteca de los premios, uno más que debía buscarse la vida, las películas, como el resto.

Recuerden a Angelina Jolie, Halle Berry, Nicolas Cage, Helen Hunt, o el fascinante caso de Hilary Swank, actriz dos veces nominada y dos veces galardonada con el Oscar –primero por Boys don’t cry y después por Million Dollar Baby- y que suele rodar una película al año, sin demasiado reclamo publicitario, y que sentimos que no acaba de despegar. Y si a eso le añaden la fama de actor conflictivo que también acompaña a Crowe quizá comprendan que esta carrera es de fondo. Claro que el premio no te cambia la vida pero sí puede cambiártela si esperas de él algo más que el efímero reinado de una miss.