Arte la modernidad del sur

Nadie se parece a Torres-García

Es el último artista antes de la globalización, el último personaje inclasificable antes de que el arte se homogeneizara. La Fundación Telefónica inaugura una contundente retrospectiva.

18 mayo, 2016 23:44

“Existe un trazo individual”. Algo así como el alma, lo que no se puede perder. “Algo se tiene”. No hay que buscarlo. “Y entonces no se comprende el temor que suele acometer al artista, de perder su personalidad, ni el afán en buscarla”. Como si se quisiera encontrar a sí mismo. Como si dudara de su individualidad, como si no creyera en la garantía de autenticidad. A Joaquín Torres-García su trazo individual no se le presentó hasta bien madura su carrera.

Como cualquier personalidad que se expande y se reconoce, tan nómada como diversa, el artista uruguayo asume como propia una abstracción que no renuncia a la figuración, que refleja el desencanto de la modernidad y finaliza en un gesto rústico y espontáneo. Torres-García es un Mondrian, sucio que escupe sobre lo higiénico. Su trazo desconfia de lo nuevo y se empeña en lo diferente, desde su caligrafía a su figuración. El discurso verbal y el verbo gráfico son uno, no hay dicotomía.

La escritura de Torres construye objetos. Su imaginación no conoce límites, ni reparos, no tiene prejuicios ni siquiera ante el juguete, porque encuentra en la infancia el motor del presente. En sus formas y en su ingenuidad. Dueño pleno de su oficio, posee diversos estilos que se contemplan en la exposición inaugurada por la Fundación Telefónica, en Madrid, aterrizada desde el MoMA de Nueva York, con 170 piezas, y comisariada por Luis Pérez-Oramas.

Explica a este periódico que el MoMA estaba centrado en la recuperación de las figuras de la modernidad tardía, la de los años sesenta y setenta. Sin embargo, asegura que el verdadero desafío para el canon de la hegemonía moderna es la modernidad temprana, la que acaba con nuestro protagonista. “No es el arte contemporáneo, que vive un proceso de globalización tan rotunda que cada vez es más homogeneizador. Ya no existen personajes inclasificables. Torres-García lo era”, dice. El trazo individual, el último artista antes de la globalización.

Así que es una retrospectiva que ha costado sacar adelante. Él mismo presentó el proyecto al museo en 2005, pero fue tumbado. Siete años más tarde las cosas habían cambiado y la exposición que muestra al artista que duda, que prueba, cambia y evoluciona llega a buen puerto. ¿Por qué le interesa la periferia al MoMA? No hay duda de que los nuevos coleccionistas de América Latina empujan a que el canon se mezcle y corrompa su pureza. A pesar de todo, el MoMA lleva comprando obra del uruguayo desde los años cuarenta, en su haber hay 16 piezas. Algunas de ellas pueden verse en la exposición.

“El MoMA es la figura capital del canon del arte tardomoderno de la segunda mitad del siglo XX, de la costa Este norteamericana. Esto es algo que algunos conservadores nos resistimos a aceptar y tratamos de corregir de alguna forma”, cuenta el comisario, cuya agenda en el museo consistía en producir esta exposición que ahora vemos. Lo siguiente que hará será tratar la figura de la pintora brasileña Tarsila do Amaral (1886-1973). “El MoMA ya se ha curado de fantasmas, aunque existen todavía automatismos ideológicos muy fuertes. Por eso es tan importante y estamos tan interesados en darle vida a la institución después de su hegemonía”.

Nada mejor para revivir que un gran artista atrapado en un hombre que suma fracaso tras fracaso, que le lleva de Uruguay a Barcelona, donde se convierte en figura capital del Noucentisme y de donde sale a la fuga por la amenaza de Primo de Rivera. En los años más difíciles de Europa se opone a la sangre con el símbolo, cuenta el comisario, y a la tierra-patria con la utopía del universalismo. Torres-García, el artista que se enfrenta al discurso fascista; Torres-García el migrante que hoy recuerda que no cesó de migrar y con él sus formas.

A cada golpe, a cada fracaso, su verbo varía y crece. En Nueva York trata de asimilar la ciudad, es un emprendedor que monta una fábrica de juguetes y huye arruinado tras el incendio del negocio. Y llega a París, en plena batalla entre modernistas y surrealistas, y él sale por la tangente con un corte de mangas al constructivismo y sin la fracción pura.

A finales de los veinte y principios de los treinta, con más de 50 años de edad, halla sus construcciones simétricas, como esquemas de un orden superior, casillas que se ocupan con figuras abstractas, de línea gruesa y fuerte, apenas color. Inspiraciones primitivas que dominan el París de aquellos años. La cultura negra e indoamericana está en sus maderas constructivas y su relación con el color. Libre de todo pintoresquismo, atrapado por la expresión geométrica, fue el pintor del objeto que nunca renunció a mantenerse lejos de Europa. Como el dibujo del mapa de América Latina, con la modernidad del sur apuntando hacia arriba. Bien arriba.