Pablo Iglesias con trabajadoras de Coca Cola, en Génova, la pasada semana.

Pablo Iglesias con trabajadoras de Coca Cola, en Génova, la pasada semana. Efe

Desde que llegué a España en 1996 nunca oí hablar despectivamente de “la clase media” a alguien que no fuera de clase media. Más allá de lo acertada o justificada que esté la antipatía por la clase media, en mi experiencia española es siempre una forma velada de autodesprecio. Es posible que esta observación sea una burda psicologización de genuinas convicciones políticas o culturales de muchos españoles, pero en las últimas semanas no tuve más remedio que volver a ella cuando me encontré a Pablo Iglesias denostando públicamente a la clase media como electorado preferido, a favor de la “olvidada” clase obrera.

Pablo Iglesias propone la revolución modelo siglo XXI, y en ese altar exhibe su autodesprecio sacrificial. Pero mientras tanto los populismos nacionalistas de derecha, que triunfan en Estados Unidos y en buena parte de Europa, le hablan a la clase media en tanto clase media, y no en tanto clase proletaria engañada por el carnaval del Bienestar y sus máscaras.

Más allá de las disputas internas de Podemos (ya saben, Errejón, Garzón, transversalidad, izquierda, populismo), lo que más me llamó la atención es cómo en el mismo momento en el que Iglesias declaraba este amor por la clase obrera, se veía impelido a aclarar –con culpa velada, casi como una deformidad- que él mismo no es hijo de la clase obrera, sino precisamente de la clase media. Quizás Pablo Iglesias no lo sepa, pero con esta aclaración culposa estaba reponiendo en la cartelera una obra clásica.

La tradición del autodesprecio

Si bien se examina el elusivo concepto de clase media al menos desde mediados del siglo XIX (Max Weber lo colocó en el centro de la sociología moderna), el hecho es que en Europa Occidental pareció convertirse en un “fin de la historia” con la expansión del Estado de Bienestar desde 1945 y durante tres décadas. Una extraordinaria ola de movilidad social ascendente permitió que muchos trabajadores mejoraran sus condiciones de vida, expandieran su capacidad de consumo y enviaran a sus hijos a la universidad.

La lucha de clases pareció irse al paraíso (o al infierno). La clase obrera aceptó en esos tiempos la invitación reformista. Ese fue un problema para “los Pablo Iglesias” de la época. Como explica el filósofo José Luis Pardo en su último libro, Ensayos del malestar: los intelectuales comunistas occidentales se quedaron sin referentes empíricos para su “sujeto revolucionario” porque “la clase obrera, debido al bienestar, se había convertido mayoritariamente en clase media, el sector más aborrecido por todo buen revolucionario”.

En la teoría marxista, la clase media es un estorbo teórico, una nube pasajera que opaca el verdadero conflicto central de la sociedad moderna: la guerra a muerte entre proletarios y capitalistas. Por eso los intelectuales eurocomunistas siempre creyeron que la clase media era una máscara despreciable que caería cuando el Estado de Bienestar se derrumbara y dejara a la intemperie a los trabajadores.

¿Se cae la máscara?

Este giro de Pablo Iglesias hacia la clase obrera contiene como siempre una gran dosis de audacia política pero, más importante que eso, es el bosquejo de una contraofensiva cultural. Parece, en su concepción, que desde 2008 se viene desflecando la máscara y por fin está emergiendo “la verdad esencial”. Ya no hay abrigo para las clases populares, ya no hay Estado de Bienestar.

El autodesprecio tiene una enorme potencia simbólica: el rechazo a su identidad de origen (a la de toda su generación en España) lo postula como el sucesor de aquellos intelectuales comunistas, evoca a los populistas rusos del siglo XIX, acomodados que idolatraban a los campesinos como portadores de la verdad y lo conecta también a los hijos de la clase media latinoamericana que abrazaron la proletarización y la guerrilla entre los años sesenta y noventa. No deja de ser una apuesta y un desafío.

El problema es que la Historia camina casi en cualquier dirección, pero es difícil que camine hacia atrás. Supongamos por un momento que de verdad la máscara ha caído y el Estado de Bienestar ha colapsado. ¿Significa eso la emergencia de un pueblo revolucionario, ansioso por tomar el poder y liquidar a los burgueses? ¿O por lo contrario deja ver a una clase media desesperada por recuperar lo perdido, dispuesta a escuchar, venga de donde venga, una oferta restauradora, aunque sea utópica?

No sabemos quién va a ganar esta batalla política y cultural. Me parece difícil que la gane alguien que no prometa (y desprecie como si fueran viles disfraces) poder renovar smartphones cada año, comprar coches, casas, viajes y bonitos regalos para todos los parientes por Navidad.