“Deja de gritar, deja de gritar, que van a pensar que quiero violarte… Ven, mira tras la cámara. Y fue entonces cuando pude fotografiarla”. El que habla es Malick Sidibé, maliense, de ochenta u ochenta y un años -porque él no se acordaba bien el día que nació-, fallecido el pasado viernes, recordando en una entrevista para el periodista Jerome Sother esta anécdota ocurrida en 1957. “La mujer gritaba como una loca: ¡Pueblo de Segú!,¡Pueblo de Segú! este hombre me quiere violar'. Alguien le había contado que en la cámara el retratado aparece del revés y ella pensó que entonces se le caería la falda y el fotógrafo la contemplaría como dios la trajo al mundo”. La cámara era una Semflex (de 13 x 18), con dos lentes.

Sidibé merece ser llorado, y no solo por los amantes de la fotografía, por tres razones. De menor a mayor, la primera sería porque, ya reconocido por la comunidad internacional como uno de los grandes (Photoespaña en 2009, Premio World Press Photo en 2010), Malick continuó hasta su fallecimiento en Bamako, ajeno a la tentación de emigrar, por el golpe militar que derrocó al presidente Amadou Toumani Touré y la llegada a las provincias de Gao, Kidal y Tombuctú de los extremistas islámicos. Ajeno a la prohibición del fútbol, de la cerveza y de otros “vicios occidentales”.

Malick nació a 300 km de la capital, en lo que era el Sudán francés, en una familia de pastores, y se dedicó a cuidar ovejas hasta que su padre a los 10 años le mandó a una escuela para blancos. Hasta el momento su único contacto con el mundo exterior fue la feria de semillas de Senegal. Sus primeras inquietudes artísticas le empujaron a dibujar flores que las mujeres de Mali regalaban a los soldados franceses tras la independencia del país en 1960. El alcalde de la ciudad le mandó llamar. “Ni siquiera sabía escribir mi nombre” al enterarse de la existencia de uno de esos dibujos, y así conoció al fotógrafo Gérard Guillat-Guignard, que le encargó que decorara su estudio. “Me ocupaba también de cobrar y de vender el equipo usado. No fue hasta 1956 cuando me compré mi primera cámara (Kodak Brownie Flash). Guillat no me enseñó nada, yo aprendí copiando lo que él hacía” recuerda Sidibé.

La segunda razón que conmueve tras el fallecimiento de Malick Sidibé es la más fácil de entender. Su legado fotográfico es conmovedor porque resume el cambio en la sociedad de Malí en su viaje sin la tutela del colono. “Los hombres descubrieron que la mejor forma de acercarse a una mujer era bailar con ella. Si bailabas, las chicas se acercaban, se te acercaban físicamente. Y entonces empezaron a invitarme a todas las fiestas. Guillet fotografiaba a los blancos, yo a los negros”. Cada noche, como aún hoy hace Bill Cunningham para retratar la vanidosa sociedad de Manhattan cada semana en el New York Times, Malick pedaleaba y gastaba en cada fiesta un solo carrete de 36 fotos. 36 por fiesta. Al día siguiente revelaba las fotos y todos los asistentes pasaban por su estudio en el 632 de la calle 508, donde aún hoy esta el Studio Malick.

Su portfolio refleja la nueva sociedad maliense con una candidez y una actitud que aún hoy transmiten modernidad. Su secreto: Malick cuidaba con esmero las poses. “Yo colocaba a todo el mundo. Me gustaba muchísimo prepararlos y a ellos presumir. Por eso fotografié a muchos con motocicletas porque querían que se viera que podían pagar una”.

La última razón, y para mí una de las más interesantes, es que Sidibé mantuvo su arte de muy de espaldas al gran mercado. En Cartagena en 2001 se presentó con una maleta y con sus fotografías para venderlas el mismo en La Mar de Músicas. Aunque a Sidibé, y ahora los precios se dispararán tras su muerte, los representan tres de las mejores galerías del mundo, su material está incontrolado, los tirajes de copias son poco fiables y su estudio se mantiene desordenado, caótico, repleto de cajas llenas de contactos y negativos en formato 6 x 6. Hace no mucho estuve tentado de ofrecerme voluntario para catalogarlo en una ensoñación romántica imposible para un alérgico al polvo.

Su último trabajo se lo encargó Kathy Ryan, la jefa de fotografía del dominical del New York Times, que logró que Sidibé retratase una moda para la revista. Las modelos fueron familiares del fotógrafo, pero eso si el estilismo es occidental.

El turismo ya hace años que amenazaba con convertir el Studio Malick en una barraca de feria y ha sido la amenaza islamista la que ha retrasado el fenómeno invasor que volverá como las termitas, mientras que ya se puede comprar merchandising con sus fotos, como las camisetas diseñadas en colaboración con el diseñador de Boston Zainab Sumu a 140 dólares la pieza en su página web.

El pasado viernes se cerró el ojo de Bamako, según anunció su sobrino Oumar Sidibé. Si pasan por su estudio, uno de sus muchos hijos, quizá usando la lengua bambara, se ofrecerá para fotografiarle. Si no quieren hacer la maleta compren sus libros. Y escuchen la maravillosa antología de la Orquesta Baobab con una de sus fotografías en la portada. Ante el talento de Malick hay que retratarse.