Sobredosis de Alberto Carlos Rivera en la televisión. ¡Chof! Hasta aquí llegó. Mi televisor, que no el candidato de C’s. Gajes de la llamada TV inteligente. Se desenchufa sola, la pobre. Opción de autoapagado. Aunque, en realidad, se trata de un suicidio anunciado. He recibido un sms, enviado por mi LG, en el que confirma que “deja de emitir por exceso de Naranjito en su mira o carta de barras de color”. Así. Como suena. Todavía lo estoy flipando en colores.

“No me extraña”, me he dicho yo, al leerlo, puesto que soy el primero en reconocer que lo de este ciudadano ejemplar, en cuestiones exhibicionistas, empieza a ser un abuso en toda regla. Empacho de politiqueo televisado. Hartura existencial, catódica, supernumeraria. Unos tanto (Rivera, Iglesias, Sánchez); otros (Rajoy), tan poco. La sobreexposición (dodging) es una excesiva exposición a la luz de un material fotográfico. Los negativos sobreexpuestos (en color o en blanco y negro) suelen carecer de contraste y de detalle de las luces. Ahí lo dejo.

Hemos visto a Albert, sin salir de la pequeña pantalla –lo suyo parece ansia–, durante los últimos dos días, en compañía de otros folloneros, de niños, de banqueros, de empresarios, de chefs, de teletubbies, de lémures, de obispos y de venezolanos infiltrados en mítines soporíferos. La ha emprendido, a tuitazo limpio, con Pablo Iglesias y con medio mundo. No deja de negarle el pan y la sal al pobre Rajoy. No calla ni debajo del agua.

Albert Rivera es ese vecino pesado que se te cuela en el ascensor en el último segundo y convierte tu viaje al quinto piso en un infierno dantesco. Naranjito. Le gusta que le llamen así. Es más, conservo tatuado en la retina ese momentazo reciente en que, rodeado por los cutrepezqueñines de AnarrrrRRRRrrrrosa, plantaban una pequeña réplica de Naranjito delante y los chavalines se quedaban mirando con cara de no entender nada. De nada.

¡Naranjito, la mascota chunga de un mundial celebrado en la antediluviana España del 82! ¿Se puede estar más desactualizado, más caduco? Pues eso. Que el tipo está encantado de haber convertido un apodo en Marca España. Si esta es la nueva política, que venga Onésimo Redondo e invente el chachachá. Cree Albert que el ego es la enfermedad del alma. E intenta gestionarlo. Aunque visto lo visto, y por lo que le hemos visto últimamente, sin mucho éxito.

Necesita Albert Rivera sexo en campaña y fuera de ella. Para él, el sexo es un placer y una forma de demostrar pasión cuando te quieres. “Yo soy muy liberal. Pero no me meto en la cama de los demás ni en la mía tampoco se meten”, responde Naranjito más ‘naranjito’, y ruboroso, que nunca. “¿Cómo se organiza un padre separado?”, preguntaza de ‘la’ Griso. “Con muchas dificultades y muchos remordimientos”, responde Rivera. Aprovechan el puente aéreo para encasquetarnos más de dos tercios de tediosa, e infumable, entrevista.

“Dicen en las redes que consumes estimulantes”, comenta ella, en uno de los instantes más chafarderos y bochornosos de la noche. Él lo niega y explica que tiene “un familiar que murió por una cuestión de drogas”. Ahí lo dejan. Periodismo de (mínima) altura (por mucho vértigo a las alturas que tenga el candidato).

Cuando desperté, a las doce en punto de la noche, ni un minuto antes ni un minuto después, el puñetero dinosaurio de Monterroso había emigrado a un pisito patera del extrarradio londinense, pero ahí seguían ellos: Susanna y Naranjito. Perorando sandeces, desde las 22:30 horas, sin pensar en nada más que en regalarse los oídos el uno al otro, cual pareja de pomposos palomos enamorados. Susanna. Susannita Griso. Es ver a Susanna Griso agarrar esa maletita fucsia con la que viaja en plan ‘Dora, la exploradora’ y echarme a temblar frente a este ‘Dos días y una noche’ antenatresero que acaba durando, por aburrido y pretencioso, lo que un verano completo en Marina d’Or. Susannita y Naranjito. Juntos. Pero no revueltos. Dos días y una eternidad. En latosos foros económicos. En la presentación del nuevo tocho de Javier Nart. En plena exploración exhaustiva del hastío preelectoral.

Me dormí otra vez. Y soñé, aliviado, que no volvía a despertar nunca más.