Tras la bola

Hablaremos de tenis, aunque también de viajes, ciudades, culturas y periodismo en primera línea de batalla. Porque hay cosas que no se ven, pero tampoco se cuentan.

 

Samantha Stosur, en Roland Garros.

Samantha Stosur, en Roland Garros. Reuters

Se llamaba Lyme

La primera señal fue un bulto. Durante Wimbledon 2007, Samantha Stosur se encontró con algo en su cuello que antes no estaba ahí. Y se preocupó lo mismo que cualquier persona al descubrir un cuerpo extraño, desconocido. Hasta ese momento, la australiana había hecho méritos en el circuito de dobles (llegando al número uno del mundo y ganando dos grandes), labrándose una buena fama en el vestuario como doblista. Antes de ese día, sin embargo, sus méritos individuales eran escasos (tres finales perdidas y una cuarta ronda en el Abierto de Australia como mejor resultado en un Grand Slam). Nada que llamase la atención, desde luego.


Pasó el tiempo, pero el bulto no se movió ni un milímetro. Al contrario, dejó paso a la hinchazón en la cara, en las manos y también en los pies. Aquello fue demasiado rápido. En unos días, Stosur tenía una erupción cutánea por todo el cuerpo, como las señales que deja la varicela en un niño pequeño, marcando inconfundiblemente la piel con tonos rojizos. La australiana estaba cansada, solo quería quedarse en la cama y dormir más de 10 horas sin que eso fuese suficiente. Ella, una competidora de pulmones envidiables, se ahogaba con pensar únicamente en poner los pies en el suelo. ¿Cómo era posible? La preocupación, claro, pasó a ser una prioridad en su vida.

Superar las 200 pulsaciones por minuto era algo habitual para el corazón de Stosur. Respirar con normalidad suponía un reto y dar dos pasos sin ahogarse el desafío total. No podía coordinar sus movimientos, tener el control de su cuerpo. Ya había empezado a ver borroso cuando fue al hospital para ver qué le pasaba, buscando respuesta a un bulto que se había transformado en algo incontrolable. No fue la primera vez: necesitó volver varias ocasiones, someterse a mil pruebas y escuchar varios diagnósticos erróneos (rubeola, sinusitis, una meningitis…) hasta dar con el correcto, tan extraño como peligroso.


Stosur jamás lo había oído. Se llamaba enfermedad de Lyme. Se lo provocó la picadura de una garrapata y cambió para siempre su carrera. Cuando puso coraje (y antibióticos) para salir adelante (dejando la raqueta a un lado durante ocho meses), la brillante doblista se convirtió en una fabulosa jugadora de individuales, combativa y rocosa, campeona en el Abierto de los Estados Unidos (2011) y finalista en Roland Garros (2010). Este viernes es la rival que peleará con Garbiñe Muguruza por estar en el partido decisivo en París. Antes o después, en un día tan especial, seguro que se acordará de aquello: se llamaba Lyme, fue culpa de una dichosa garrapata y le cambió la vida para siempre.