Cuando Samantha Hudson, que nadie sabe si canta en la ducha, cuestionó en su reciente visita a Operación Triunfo la existencia de una meritocracia en favor de abrazar el fracaso a muchos se les empañaron las gafas sólo, otras prefirieron tirarse de las pestañas postizas de la desesperación al escuchar tamaña expresión en la televisión pública. ¿A qué tanto revuelo por señalar con el dedo al rey desnudo?
Cualquier persona que viva en España sabe que esforzarse mucho por algo, mejorar en ello y creer merecer aquello por lo que se lucha, no es garantía de éxito. Antes de que los siempre existentes haters -no se me agolpen, que hay para todos- me cuelguen a las primeras de cambio el sambenito de promover la pereza y la pachanga dominguera existencial para cada día de la semana, al más puro estilo woke poke, debo explicar lo evidente.
Está claro que el esfuerzo y la abnegación son herramientas muy válidas para obtener un título, concluir un proyecto y toda la larga lista del rosario del buen hacedor. Sin embargo, estar en posesión de un título, por acotar así la realidad a uno de sus ejemplos, suele ayudar a cumplir requisitos mínimos, no a que se pueda acceder realmente a lo que hay más allá de ellos.
¿Qué es merecer algo? ¿Haberse esforzado mucho por ello, haberlo sufrido? ¿Tiene el mismo mérito alguien que alcanza lo que hay más allá de los requisitos ileso de cualquier queja, o sufrimiento, y bien perfumado? ¿Está el mérito sujeto a las disposiciones interiores de los sujetos aspirantes?
Nadie sabe ni quién lo ve, ni cómo se mide, pero todos hincan una rodilla en tierra, o las dos, si es necesario. ¿Se reduce eso que llamamos mérito al logro de cuestiones objetivas o a las emociones que acompañan dicho proceso? ¿Se merece algo sólo por haberlo sufrido o deseado?
Es más, lo que desarrolla Michael Sandel en su obra Meritocracia es que en muchísimos casos son quienes menos merecen las cosas los que las logran pareciendo haberlas alcanzado por méritos propios (contactos, familia, estatus social favorable, dinero...). El mundo del arte está plagado de nombres -permítanme reservarme el origen de algunos cantantes y actores-, que habiendo llegado alto en lo suyo, no se sabe si hubieran llegado al Olimpo solos, desde la nada, sin el apoyo previo de la red de contactos previamente trazada por sus antecesores.
No se trata de quitar el mérito de ser capaz de defender un puñado de canciones sobre un escenario o interpretar un papel de forma magistral, sino de la distancia que existe entre el talento propio y el acceso a la exposición del mismo. Conozco dos cantantes, uno de ellos es hijo de un famoso periodista capaz de lograr que su primer álbum salga reseñado en decenas de medios gracias a sus amistades; el segundo es hijo de un taxista de Parla sin contactos de ningún tipo. Partiendo de que ambos tienen buenas canciones, ¿quién tiene más papeletas para ser entrevistado en un gran medio de comunicación?
Lo único que cuenta en un país como España es el resultado, el medio para alcanzarlo no importa, o importa poco. El acceso al resultado exitoso no corresponde siempre al mérito, sino a otras variables que se escapan del alcance. Es una pena, pero así es la vida. Al menos es lo que pasa en la España real.
Esforzarse en lograr cosas, mejorar en un oficio, pelear por un sueño son empeños respetables y enriquecedores. Pero partir de la base de que en España, quienes dan o quitan el acceso a la realidad (un trabajo, una plaza de investigación, una posibilidad artística, que se lo digan a quiénes pelean por una plaza en una universidad, quieren ascender en su empresa, o aspiran a que los llamen para ser jardineros gracias al contacto aquel) se fijen en "el mérito" es no conocer la mentalidad de los españoles, que en su amplio espectro desconocen el significado de la palabra virtud.
España, a nivel laboral, es un continuo sálvese quien pueda en un barco pirata dónde nadie atiende a razones de fondo, sino a espejismos como un coche de gran cilindrada, un teléfono de tres cámaras y el número de tatuajes maoríes del sujeto que sale de casa el lunes a media mañana y que es la envidia del barrio, sólo por lo que tiene y no por cómo o qué hace para conseguirlo. La realidad del resultado no es proporcional al ímpetu del deseo.