Opinión

Los verdaderos patriotas

Manifestación en la plaza Universidad de Barcelona

Manifestación en la plaza Universidad de Barcelona Efe

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Soy una persona de orden. Creo, sinceramente, que España es una democracia homologable a nivel europeo y que la Transición fue un éxito. Confío en el Estado de Derecho, en la Constitución que nos hemos dado y en el rule of law. Considero la actual deriva del Gobierno catalán un error irresponsable, las leyes de referéndum y desconexión un fraude democrático y su puesta en escena un bochorno histórico. No soy independentista, ni siquiera republicano o de izquierdas, abomino de cualquier nacionalismo y no se me caen los anillos por afirmar que soy español. Y por eso estoy preocupado.



En los últimos días he leído cómo los medios internacionales destacaban el nombre de nuestro país asociado a la represión, he escuchado a personas despolitizadas recitar aquello de “esto me recuerda a los tiempos de Franco”, he visto cómo una amiga catalana era insultada en su muro de Facebook por subir una foto en las protestas de la Autónoma… he presenciado, en definitiva, cómo observadores poco sospechosos apuntaban desmanes, y cómo los actores muy sospechosos eran víctimas de los mismos, cuando supuestamente debieran ser los únicos que los perpetrasen. Pero nada de eso parece importarle a la mayoría de España, que sigue a lo suyo sin sospechar nada.



No me refiero apenas a la miopía política y mediática, que, cinco años después, ya resulta evidente para cualquier observador externo. Ni entienden, ni quieren entender. Es el pueblo español, somos los ciudadanos y las ciudadanas de este país, los principales responsables de ese cortoplacismo, que pone por delante las constricciones legales y los intereses electorales para resolver un problema eminentemente político, al haber alentado a nuestros gobernantes en sus errores y participar en este juego perverso, con resultados tan rentables para algunos como desastrosos para la mayoría. Nación débil, Estado fuerte.



Las consecuencias saltan a la vista de todos, y van mucho más allá de las detenciones e incautaciones de urnas, sobres y papeletas. Una persona muy cercana que trabaja en un centro de investigación en Cataluña refiere un ejemplo de hasta qué punto los poderes del Estado están dejando desprotegidos a una minoría de ciudadanos, muchos de ellos inocentes, ante el aplauso general de la mayoría de sus compatriotas. En el día de ayer, su moderado jefe les explicó que, por una extraña causa que relaciona el referéndum ilegal con la replicación del ADN, el Estado había intervenido las cuentas de la institución, hecho que obligará a parar numerosos proyectos a la espera de que el Ministerio acepte los dispendios.



La metáfora de aquel pobre hombre no puede ser más potente: otro de los no sospechosos se mostraba como un cupero exaltado en sus soflamas contra el Gobierno. Y me temo que no será el único. Las sobreactuaciones de los últimos días podrán detener un referéndum ilegal (problema judicial), pero están ensanchando la frontera psicológica que separa a Cataluña del resto de España (problema político). Y digo a Cataluña de España, y no a los catalanes entre sí, porque, más allá del disputado debate sobre la independencia, existe un gran consenso a favor de votar y una inmensa mayoría que siente todo lo que está ocurriendo como una agresión al autogobierno y a sus propios derechos.



Es cierto que mi amor a España no es exacerbado. Por eso no entiendo cómo los verdaderos patriotas no solo no se escandalizan con la delicada situación que atraviesan sus conciudadanos, sino que son los primeros en considerarlos extranjeros. ¿Cómo no se va a sentir un catalán fuera del proyecto común si los que están llamados a defenderlo llevan años con el "que se vayan ya y nos dejen en paz", ahora remozado en el tan peligroso "a por ellos"? España está siendo el verdadero agente de la desconexión de Cataluña y todos los españoles residentes en Cataluña, especialmente los no independentistas, el sujeto paciente que sufre las consecuencias.



Si el nacionalismo catalán necesitaba un tonto útil para llevar a cabo su proyecto lo ha hallado en el nacionalismo castellano, para el que el nosotros y el ellos los marca una idea exclusivista de España, que expulsa del demos a todos aquellos que no comparten la visión del Estado que se proyecta desde Madrid. A ojos de este movimiento político, los catalanes no son españoles porque no entienden España igual que ellos, pero al mismo tiempo no pueden votar porque unos pocos españoles –los catalanes– no pueden decidir por el conjunto. La contradicción es tan inmensa como el desconocimiento que existe de la realidad catalana y, por tanto, española, desde los círculos de poder que se erigen en intérpretes únicos del ser de un país plural. ¿Para cuándo un nacionalismo verdaderamente español, que entienda que un catalán que habla su lengua, odia los toros y tiene ganas de votar es tan patrio como un madrileño de Ventas, Bernabéu y copla? Quizá ese día se acabarían los problemas. Al fin y al cabo, nadie se quiere ir de donde no lo echan.