Opinión

Un plano de infinito

Manuel Ángel Fernández Lorenzo

Manuel Ángel Fernández Lorenzo

  1. Opinión
  2. Blog del suscriptor

El verano asturiano parece exigir, para la mayoría de turistas y locales, la obligada visita a Gijón. Así lo demuestra la masiva asistencia de cerca del millón de personas a la Feria Internacional de Muestras de Asturias, que allí tiene lugar todos los años. En otras ocasiones la hemos hecho también, pero esta vez preferimos una visita más relajada. Salimos desde la estación de Autobuses de Avilés y sentados cómodamente en el asiento del autobús nos aproximamos, por la Autovía, hacia la parte oeste de Gijón, donde se encuentra su parque industrial más importante con la acería Arcelor.

Podría pensarse que una zona industrial es un territorio poco atractivo para contemplar, pero en este caso no es así pues la verde Asturias, con sus prados y caserías, se incrusta hasta la misma verja industrial, formando un fondo paisajístico que amortigua el golpe visual, mezclando la belleza del campo con la aspereza y suciedad de las chimeneas y las naves industriales.

Los primeros barrios gijoneses que vemos anunciar al aproximarnos a la ciudad son Tremañes, El Natahoyo y La Calzada, en dirección al puerto de El Musel. Entramos en Gijón por el barrio de Laviada, donde nos apeamos en la envejecida, y algo cutre, Estación de Autobuses, al lado de la plaza del Humedal. Oviedo y Avilés disponen de funcionales y modernas estaciones de autobuses, pero Gijon, debido al endeudamiento derivado de una gran operación de expropiaciones para financiarse de modo especulativo (el cuento de la lechera de los regidores socialistas, lo denominan popularmente en Gijón), operación que fracasó con el pinchazo de la “burbuja inmobiliaria”, no sólo no pudo construir una nueva Estación Central de Autobuses y Trenes, sino que tuvo que alejar la improvisada Estación de Trenes actual aún más del centro de lo que estaba la vieja Estación de Renfe (que ahora encierra el Museo del Ferrocarril). Por ella vienen desde Oviedo precisamente las personas con las que quedé citado en la misma Plaza del Ayuntamiento de Gijón, sita al lado del antiguo barrio de Cimadevilla, origen de la ciudad y cuna de su más ilustre personaje, Gaspar Melchor de Jovellanos. Con Manuel Asur y su mujer, Helga, nos encaminamos hacia la playa por la parte de la Iglesia de San Pedro. Desde allí comienza el Paseo Marítimo, conocido popularmente como el Muro, que bordea la gran playa de San Lorenzo.

Frente a un mar azul con franjas de tonos verdes, se sitúa una playa de arena fina y de color albero. Hace un día soleado y espléndido del que disfrutan, en la lejanía de agitadas olas, intrépidos surfistas junto con bañistas y otros que simplemente toman el sol.

Hacia la mitad del recorrido por El Muro del inmenso arenal con forma de bahía, nos detenemos para buscar un bar donde tomar tranquilamente el aperitivo. Cruzando la calle que va paralela al Muro, nos dirigimos a uno situado enfrente de la playa con algunas mesas exteriores desde las que contemplamos el pasar de la gente, los coches y los ciclistas que dan vida a esta alegre ciudad en verano. Mis amigos piden unas refrescantes cañas de cerveza. Como el bar anuncia en un letrero que también preparan cócteles, me atrevo a pedir el acostumbrado dry martini. Pero me dicen que no lo pueden preparar porque no está el coctelero. Es curioso que en una ciudad como Gijón, que tiene grandes bares de coctelería, como el Varsovia, no se pueda tomar un cóctel un poco sofisticado a mediodía porque dichos bares solo abren de tarde y noche. No obstante, cuando iba a pedir un vino, me dicen que acaba de llegar el coctelero, el cual dará satisfacción a mi deseo inicial. Le digo que me sorprende que se atreva a preparar el dry martini y me responde que ello es debido a que, en los últimos tiempos, bares como el Varsovia llevan a cabo cursos de coctelería entre los camareros, precisamente para mejorar la calidad de los profesionales de una hostelería que abusó mucho del mal servicio y de los precios elevados en la época de la burbuja y que, con la crisis, tiene que reciclarse y volver la atención al cliente exigente. Alimentado mi ensueño por la copa y la alegre conversación, tuve de pronto la experiencia del llamado momento Nirvana, no solo por los efectos del alcohol, sino de la visión relajante de la inmensa bahía gijonesa. Entonces recordé lo que me dijo un arquitecto amigo sobre la magia de la vista desde el Muro: es un plano de infinito en el que el espectador tiene a la altura de sus ojos la línea del horizonte, que señala una distancia de profundidad infinita.

Después de comer y de un largo paseo, finalizamos nuestra jornada visitando el bar Varsovia, situado enfrente del Muro. Nos atiende Rocío, excelente coctelera, sirviéndonos unos cócteles de atardecer, a la vez que contemplamos como cae ya la noche, esfumándose de nuestra vista el maravilloso plano gijonés de infinito.