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Filtraciones S.A.

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Siempre han existido. Pero, de un tiempo a esta parte, se han hecho más frecuentes de lo deseable. Hablo de las filtraciones, ese método por el que ciertas personas hacen llegar, a los medios de comunicación, informaciones que, en teoría, deberían estar custodiadas por los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado y las autoridades judiciales.

Los medios cumplen su papel a la hora de informar sobre aquello que consideran relevante para la opinión pública. Pero las personas que aprovechan su posición laboral para extraer esos datos y utilizarlos en beneficio propio, incumplen flagrantemente el código deontológico que habría de regir a cualquiera en su práctica profesional.

¿Se imaginan que a los médicos les diese ahora por publicar los historiales médicos de sus pacientes para que fuesen de dominio público? Sería una transgresión de todos los principios que prestigian a los profesionales sanitarios, y supondría un atraco al derecho a la privacidad de las personas afectadas. Pues con otro tipo de procesos ocurre algo parecido. Porque, al revelar, prematuramente, esas informaciones sensibles, relativas a investigaciones o procedimientos en curso, se acaba prejuzgando a las personas implicadas, pisoteando cualquier resquicio del derecho a la presunción de inocencia.

Al peligro, para los derechos ciudadanos, que suponen las filtraciones, están especialmente expuestos los famosos, los personajes públicos, y las personas relevantes. Pero, cuando acontece cualquier suceso de interés o que genera cierta alarma social, también se producen estos procesos de revelación prematura de informaciones y datos alusivos a personas anónimas. En cualquiera de los casos, bajo ningún concepto, y a pesar de la popularización de estas prácticas, las de la filtración no son técnicas admisibles en un Estado de Derecho. Porque, cualquier ciudadano, independientemente de su posición social, tiene unos derechos que le asisten.

Parece, en cualquier caso, que esta es una de esas batallas que habría que dar de antemano por perdida, a pesar de ser justa y razonable. Pero, ¿por qué? Pues, sencillamente, porque, quienes podrían hacer algo para atajar estas prácticas indeseables, a veces son los beneficiarios de ellas. Y porque, por desgracia, parece que somos un país en el que se encumbra a los cotillas, chivatos y correveidiles, y se trata con desdén a esos otros funcionarios públicos que trabajan, con rigor y discreción, para proteger a los inocentes y condenar a los culpables.