Opinión

La ética del chicle

Tienda de ultramarinos.

Tienda de ultramarinos.

  1. Opinión
  2. Blog del suscriptor

Cuando estoy en época de exámenes me da por comer hasta el hartazgo, para calmar la ansiedad y los sinsabores del estudio. Pero después de terminar con las subsistencias de toda mi familia para toda la semana, y no apagar mi ansiedad, me acordé que existe una genialidad que te permite masticar constantemente sin terminar con la nevera, los chicles.

Justo debajo de mi apartamento hay unas máquinas expendedoras donde, entre un sinfín de productos inimaginables de ser encontrados allí, venden chicles. Ya tenía mi remedio contra el estrés; pero cuando introduje la primera moneda de cincuenta céntimos del euro que costaban los chicles, me pregunté: ¿es este el sitio donde quiero comprar mis chicles? O lo que es lo mismo: ¿quiero que parte del euro que me voy a gastar en ellos vaya destinado a una gran empresa que basa su éxito en ahorrarse contratar al amable dependiente que nos da los buenos días y nos agradece nuestra compra?

Entonces recordé que al final de la calle hay un estanco regentado por una familia tan mundana como la suya o como la mía, que llena su despensa, paga sus facturas y cría a sus hijos gracias a su negocio, abierto y mantenido por su esfuerzo y trabajo. Entonces me sentí sobrecogido al descubrir el poder que tenemos los consumidores para asegurar la preexistencia de los comercios tradicionales y locales del tú a tú, de las personas que abren y cierran la persiana de sus negocios día tras día para dar un porvenir a sus familias. Y de cómo el cierre de pequeños negocios familiares y el éxito de las grandes compañías, lo que es conocido como que el pez grande se coma al pequeño, reside en donde decidimos ir a comprar.

Después de estar más de un minuto inmóvil ante mi reflejo en el cristal que atesoraba los deseados chicles, presioné aquella absurda máquina para que me devolviera mis cincuenta céntimos para ir al estanco. Nunca comprar unos chicles resultó ser tan satisfactorio, y más barato, pues me costaron ochenta céntimos, vente céntimos menos que en la impersonal y fría máquina del negocio de máquinas expendedoras.

Puede resultar cómico la transcendencia con la que me tomé mi compra de los chicles, y seguramente fue fruto de la saturación del estudio; pero traslade mi decisión a todos los españoles e imagínese la diferencia que eso supondría si al ir a comprar cualquier producto pensáramos en quién sale beneficiado de nuestra compra.