Opinión

Trump y el proyecto europeo

Donald Trump.

Donald Trump.

  1. Opinión

Pese a algún contratiempo con la justicia, Donald Trump debe pensar que soplan vientos favorables incluso en lo deportivo. La remontada de los New England Patriots de su amigo Tom Brady frente a los Atlanta Falcons en la Super Bowl puede haberle recordado su victoria electoral. También él fue capaz de sobreponerse a encuestas, al aparato de su partido y a muchos medios de comunicación críticos, a quienes les tiene desde entonces declarada una guerra nada velada que quedó patente con un feo gesto, ya como presidente electo, a un periodista de la CNN, cadena con sede casualmente en Atlanta. Puede que no fuera sólo la amistad lo que le llevara a apoyar al equipo de Boston.

Trump ha asumido un papel de líder y, lamentablemente, contribuye a que lo parezca las carencias de los dirigentes del otro lado del Atlántico, que sólo en los últimos días y siempre de modo reactivo, nunca proactivo, han sido capaces de balbucear alguna respuesta a las acometidas del nuevo equipo presidencial. Sin embargo, pese a sus declaraciones y actuaciones contradictorias, su retórica agresiva y su apuesta por el proteccionismo, o precisamente gracias a eso, en los próximos dos años -antes de que las elecciones de mitad de legislatura de 2018 puedan arrojar una composición del Congreso y Senado diferente- se abren para la Unión Europea en general y para España en particular un abanico de oportunidades que pueden ayudar a relanzar un proyecto común actualmente estancado, si no en franco retroceso.

Recientemente, nuestro Donald, Tusk, incluyó a la administración de su tocayo como uno de los peligros que amenazaban a la UE -junto a China, Rusia, la situación de Oriente Próximo o el islamismo radical-. El otro Donald, no obstante, no debería verse como una amenaza al mismo nivel que las demás, y no porque éste no vaya a poner empeño en debilitar a la UE, sino porque precisamente este nuevo escenario nos fuerza a introducir en la agenda reformas que se llevan postergando demasiado tiempo. Es una sacudida que nos obliga a despertar de nuestro letargo, por ejemplo, en materia de seguridad y defensa, habida cuenta la cantidad de riesgos en nuestras fronteras cercanas. O en materia de integración económica y fiscal, si queremos resistir los envites de unos Estados Unidos que, para aplicar medidas proteccionistas con ciertas garantías para ellos, deben debilitar a la única área económica, junto con China, capaz de contrarrestar su posición en el comercio internacional.

Si a los EE.UU. de Trump les produce urticaria los acuerdos multilaterales y prefieren los acuerdos bilaterales es porque creen que, negociando con cada país por separado, pueden alcanzar mejores acuerdos para sus intereses. Es en este contexto en el que desde Washington se magnifica la debilidad del euro, se alaba el Brexit y se apoya veladamente –o no tanto- a nuestros propios movimientos populistas antieuropeos. Divide et impera. Por una pura cuestión de supervivencia, no queda otra alternativa que más y, sobre todo, mejor Europa, avanzando en un proyecto que, pese a todas sus deficiencias, representa la antítesis del ideario político de Trump: integración, cooperación y diversidad cultural y lingüística.

Para España, además, está la cuestión de América, no tanto para hacer de interlocutor con EE.UU., como acaba de ofrecer el presidente Rajoy, sino más bien para reforzar las relaciones entre los propios países hispanoamericanos y de estos con la UE como una alternativa a la fuerte dependencia que muchas de estas economías tienen de su vecino del norte. El proteccionismo estadounidense, al retirarse del TPP y amenazar con hacer lo propio con el TLCAN, va a brindar múltiples oportunidades de cooperación; y el propio Trump con su inefable desprecio hacia México y, por extensión, a todo lo que le suena a español ha facilitado el catalizador al recordarnos qué nos une a los hispanoamericanos de ambos lados del Atlántico.

La presidencia de Trump, por tanto, puede verse como una oportunidad. Así, nos permite observar en cabeza ajena lo que supone para una democracia un modelo de liderazgo agresivo, con tintes xenófobos y poco respetuoso con la separación de poderes, capaz de difundir “realidades alternativas”, lo que puede ayudar a conjurar en Europa fantasmas similares tan poco edificantes. Asimismo, obliga a los dirigentes europeos a examinar nuestras propias contradicciones, y gracias a ello, plantear soluciones realistas a los problemas actuales, así como avanzar en un proceso de integración en el que los valores de una sociedad democrática, solidaria y socialmente justa sirvan de referente. Nadie nos va a valorar en el mundo si primero no nos valoramos nosotros; aunque para poder valorarse, no basta con saber lo que no queremos, sino que es necesario tener un proyecto claro de hacia dónde queremos ir y cómo conseguirlo. ¿Sabrá alguien aprovechar la ocasión para relanzar el proyecto europeo?