Opinión

Los otros golpes de Estado

El Congreso de los Diputados.

El Congreso de los Diputados. EFE

  1. Opinión

Si desde el inconsciente colectivo podemos regresar al veintitrés de febrero de mil novecientos ochenta y uno para no olvidar aquel fatídico día, en el que se asestó un golpe contundente contra la libertad organizada del pueblo, creo que todos hemos vivido un poco ausentes de los otros golpes de Estado, menos llamativos ciertamente, que igualmente minan la convivencia basada en la ley. Estos seísmos que ponen a prueba la solidez de la democracia española se reproducen constantemente y aunque no alcanzan el más alto grado de la escala, a la larga minan nuestra confianza de futuro, impiden el juego libre de las acciones individuales, y confirman el poder de los partidos políticos. En definitiva, nos esclavizan a un sistema que podría entenderse, en sentido figurado, como feudal.

Felipe González modificó la ley de enjuiciamiento criminal permitiendo que el presidente del Gobierno, citado como testigo en aquel embarrado asunto de los GAL, pudiera hacerlo por escrito en lugar de comparecer al acto de juicio de forma presencial. Esta reforma legislativa supuso una intromisión del poder ejecutivo en las labores del poder judicial.

Algo parecido ha hecho Mariano Rajoy al reformar la ley de enjuiciamiento criminal abreviando los plazos de investigación judicial. Bajo el pretexto de que la justicia precisa celeridad, el presidente ha optado por acortar los plazos de investigación en lugar de mejorar la dotación financiera, material y humana de nuestra Administración de Justicia. Que muchos sospechemos que bajo esta reforma se esconde una defensa frente a los constantes procedimientos judiciales abiertos contra políticos, es lo de menos. Podemos sospecharlo, y ello daría prácticamente igual porque con este sistema representativo y con tan escasa separación de los poderes del Estado, resulta que estamos en manos de los partidos, nuevos señores feudales.

Cada vez que un partido político se financia irregularmente, se asesta un golpe de Estado contra nuestro pacto convivencial. Los delincuentes concretos, los que ejecutan materialmente los actos, importan jurídicamente, eso es cierto y nada se puede extender más allá de lo que la sentencia decreta, pero la sospecha de que los condenados no son más que la punta del iceberg bajo cuyo brillo se esconde una actividad política organizada, se alza como una sospecha lícita de los ciudadanos.

¿Qué han hecho los partidos políticos, de manera eficaz y no aparente, contra la corrupción que anida en su propio seno? ¿Se puede aceptar que se enteren por la prensa y que no hayan articulado medios eficaces de control dentro del partido? ¿Cómo es posible que una actividad delictiva tan extendida haya pasado inadvertida para casi todos los que, dentro de las fuerzas políticas, toman las principales decisiones? ¿Podemos otorgar mandato de gobierno de nuestras instituciones a los que, al parecer, y a excepción de lo que hacen los de enfrente, no se enteran de lo que hacen los suyos?

Vulnerar la ley y las sentencias judiciales desde las magistraturas del Estado o desde las instituciones autonómicas representa la instauración de la arbitrariedad. Otro golpe de Estado que en tiempo presente está siendo sometido al control del poder Judicial. Artur Mas comparece frente a la justicia con la vanidad de quien se arroga cierto derecho político sin que ninguna razón jurídica le asista -eximentes de amor, eximentes de soberanismo... quizás pretendemos agrandar la exención criminal más de lo debido-. El fiscal del caso Mas acaba de decir que le apena que se hayan roto las reglas del juego democrático. Y este comportamiento, como las fichas de dominó, se extiende por determinada clase política que, o bien ignora lo que es el derecho, lo cual ya es grave, o bien simplemente decide hacer lo que le viene en gana sin miramiento del interés general.

También es arbitrario nuestro sistema impositivo fiscal, el cual se entromete descaradamente hasta en el veintiuno por ciento de una ilusionante lotería que rara vez nos llega, o en la aplicación del veintiuno por ciento a servicios como la defensa jurídica, derecho fundamental, o en el enterrar a los muertos, o en los productos de farmacia y en general en los básicos.

Es arbitrario imponer que apechemos sin proporción a nuestros salarios, pero más arbitrario pudiera ser que el gasto público acusase deficiencias o incluso desviaciones no controladas. La democracia no solo afecta a las ideas y a los programas. También al control del gasto público y al control del abuso impositivo por parte del Estado. Cada vez que se rompe el equilibrio entre lo recaudado y lo gastado, asistimos a un nuevo golpe de Estado.

¿Contabilizan ustedes cuántos golpes de Estado ha habido desde mil novecientos ochenta y uno?