Opinión

Democracia desde la lealtad

En nombre de nuestras democracias

En nombre de nuestras democracias

  1. Opinión

Pudiera ser que nuestro error, durante estas últimas décadas, haya sido enfocar las relaciones políticas y administrativas desde la fidelidad, en lugar de haberlas establecido desde la lealtad. Lealtad y fidelidad, pareciendo parecidas, valga la redundancia, no son lo mismo. La lealtad establece un compromiso de iguales desde el que se da prevalencia a la verdad y a la legalidad. La fidelidad, sin embargo, establece la relación desde la fides, esto es, desde la fe ciega en el otro y ello con independencia de que el otro nos exija aquello que la verdad o la legalidad, o nuestra propia naturaleza o el pacto que hemos suscrito, rechazan. El vínculo de fidelidad, cuando no se establece desde la autenticidad, es especialmente perverso entre desiguales, resultando ser más perverso aún, cuando, además, urde el tejido social de las instituciones públicas o de los partidos políticos. Afirmo así que la lealtad es el vínculo que construye las sociedades democráticas, siendo la fidelidad el valedor de las dictaduras.

Durante todo este tiempo democrático nuestro, la fidelidad ha comprometido tanto las relaciones entre la sociedad civil y sus diputados electos, como también nuestras relaciones jurídicas con la Administración. Los partidos políticos han cerrado filas en torno a la fidelidad de los jefes creando un coto en el que ni el mérito, ni la discrepancia crítica fundada han basado la vida interna de estas instituciones, supuestamente instrumentadas para mediar correctamente entre la sociedad civil y el Estado. Los intereses de partido, no ya los intereses de algunos destacados miembros de partidos, que también, han prevalecido por encima de los intereses de la sociedad. En definitiva, las instituciones que, como el Parlamento y demás instituciones similares, vehiculan la intermediación entre la sociedad civil y el Estado, han acogido la representación de los partidos en lugar de la representación de la sociedad civil. La fidelidad al partido de los diputados electos, por lo demás –incluidos también, paradójicamente, los partidos regeneracionistas–ha urdido una fantasía de democracia que no es tal.

Si hubiéramos establecido nuestras relaciones sociopolíticas desde la lealtad, los partidos no hubieran podido eliminar la disidencia fundamentada ni el mérito, lo cual hubiera contribuido a mejorar la calidad y credibilidad de nuestros políticos. Pero, por otra parte, si hubiéramos establecido la lealtad como vínculo entre el diputado y la circunscripción electoral, la respetabilidad del mandato electoral hubiera servido como garantía para la acción política, cosa que, es evidente, no ha sucedido. Establecer la lealtad como vínculo, lógicamente implicaría considerar la revocabilidad inmediata del mandato electoral en caso de incumplimiento, consecuencia que ningún dirigente quiere en el corto medio plazo. Solo entonces, desde el mandato revocable, podríamos confiar en que la sociedad civil estuviera representada en las instituciones. Nunca ha sido así, y por ello nuestra democracia ha devenido en mera ilusión. Depositamos votos para elegir diputados que no nos representan y que actúan de conformidad con los intereses de partido.

Por otra parte, sin perjuicio de la lealtad exigible en las relaciones políticas, nuestra vida pública se hubiera completado si las relaciones con los tres niveles de la Administración también se hubieran desarrollado desde la lealtad del funcionario. La fidelidad como vínculo entre el jefe de servicio y el funcionario implica la obediencia ciega a mandatos administrativos que, en ocasiones, no son conformes al derecho, de ahí que el funcionario debiera tener también un margen decisorio en función de si lo que se le ordena obedece al cumplimiento o no de la legalidad vigente. Así, se evitaría la disfuncionalidad en el poder administrativo y la desviación de los intereses marcados por ley.

Antes he afirmado, e insisto en ello, que una sociedad democrática no puede abandonarse a una relación de fidelidad. Confiar ciegamente es propio de sociedades que delegan la libertad en caudillos, y, entonces, nos hacemos irresponsables de un bien tan grande como es ser libres. La lealtad entre iguales implica que cuando delegamos nuestras decisiones en otros, éstas han de ser respetadas en su ejecución, y, por ello, en una democracia formal, los diputados electos no se deben a sus partidos sino a la entera sociedad a la que representan. Esto de tal manera que si, por cualquier razón no justificada, fracasan en el mandato para el que han sido elegidos, deben ser revocados y la sociedad debe tener a mano el instrumento propiciatorio para su destronamiento. Reflexionad juntos sobre la manera en que nuestra libertad se administra por estas instituciones de partido, pervertidas ya y convertidas en simples instrumentos de poder opresor, es lo que nos toca hacer en este momento.