MUERE FIDEL CASTRO

Llegar a fin de mes en Cuba (III)

Tributo en La Habana a los hermanos Castro por el fallecimiento de Fidel.

Tributo en La Habana a los hermanos Castro por el fallecimiento de Fidel. Reuters

  1. Opinión

¿Cómo sobrevivir sin ilegalidades al racionamiento? Guillermo y Lisbet enseñan su cartilla y se lamentan: “Si no fuera por los dólares, ¿cómo íbamos a llegar a fin de mes?”. Su hija, María Inmaculada, tiene tres años. “El papel higiénico lo reservamos para ella; nosotros nos limpiamos con papel de periódico recortado o, si sólo es pis, con paños. Luego los lavamos”. El aceite, el arroz, el pollo: todo está racionado. Cuando la cartilla se agota, los pesos ya no valen para nada: hay que comprar en dólares.

Resultado de semejante estado son la corrupción, completamente institucionalizada, y la desconfianza general. Todos se vigilan: “Varias veces han venido a ordenarme vigilar a algún vecino. Yo siempre digo que sí. ¿Me dicen a las doce? Pues yo voy a las doce; pero de la noche. ¿Me dicen en la estación de guaguas? Pues yo voy a la estación, pero a la del tren. Me equivoco mucho, ¿qué le vamos a hacer?”, se lamenta Guillermo.

“Mañana -sigue, mientras Lisbet cierra las ventanas que dan al rellano- el Estado reparte televisores”. La República Popular China, dicen, regaló a Cuba cuatro millones de televisores, y muchos sospechan que el Estado, después de dejar algunos en colegios y bibliotecas, y de repartir algunos más entre la ciudadanía, se beneficia ilegalmente de las otras tres cuartas partes de la remesa.

“El caso es que mañana estamos citados en el CDR (Comité para la Defensa de la Revolución), y mañana es el día en que uno le dice al otro: pues no te vi en la manifestación del 1 de mayo, y el otro le contesta: pues yo a ti te vi meter en casa cuatro turistas, y no tienes licencia para dar comidas. Al final, el que más denuncia se lleva el televisor, y los inspectores la información. Estamos obligados a ir, pero yo voy allá sólo a reírme”. El padre de Guillermo, Juan, es un ingeniero formado entre Cuba y Bulgaria, aunque nacido gallego. “Y simpatizante del Partido Popular, que se sepa”.

Merceditas tiene otra fuente de ingresos: vende libro viejo en un cuchitril de la calle Empedrado. Es bastante mayor, y los catarros, seguramente consecuencia de la humedad de su vivienda, la acosan. “Tuve cerrado la última semana, por eso está todo tan desordenado, ustedes me disculparán”. Pide noventa dólares por una segunda edición de las Obras completas de Martí, en bastante mal estado. Si obtiene cuarenta, es feliz y comerá caliente muchos días. En la cercana plaza de Armas se puede comprar libro viejo, cartas viejas y seguramente otro género de mercancías menos inocuas. Uno de los libreros habla sin mucho cariño de Barbapapá. “Usted habrá dado con personas favorecidas por el régimen, si es que le han hablado bien de él. Aquí no hay libertad”, dice, en voz baja.

El régimen se sustenta en dos pilares: una mitología firme -las efigies de Martí, el Che o Camilo Cienfuegos están por todas partes- y un sistema de corrupción muy perfeccionado. Una minoría de funcionarios y militares bien situados se beneficia de su relación con las empresas extranjeras colaboradoras, relación controlada exclusivamente por el régimen y no por los cubanos.

No hay libertad de prensa, ni de expresión; el régimen dirige sus represalias hacia todo opositor o mero descontento. Las cosas, no obstante y como es sabido, funcionan con cierta dignidad desconocida en el ámbito latinoamericano. La Universidad muestra dosis parecidas de miseria y entusiasmo.

La puerta del despacho de Fernando, un químico experto en materiales y reactivos, habitual invitado de la universidad española, se cierra gracias al peso de un tronco atado de una cuerda. Pero a Fernando no se le borra la sonrisa. “En Viñales visiten de mi parte a Chano. Ya verán qué langosta. Ilegal, claro”.

Dinora es una jubilada santiaguera. “De donde la tierra tiembla”, dice. Pasa unos días en un balneario para funcionarios, excombatientes y otros favorecidos del régimen, situado en Topes de Collantes, una zona montañosa próxima a Trinidad. “Nos hacen un chequeo completo, nos dan tratamientos y pasamos unos días como de vacaciones, pero vigilados por los médicos. Nos pagan todos los gastos”. Cuando era casi una adolescente, colaboraba desde su casa en Santiago con los guerrilleros de la Sierra.

“Les conseguíamos armas, ropa, lo que fuera”. Recuerda con nostalgia los apuros pasados, y con odio a los militares de Batista. Todavía hoy sigue imbuida de aquel espíritu militante. “Hacemos prácticas anuales para prevenir una invasión yanqui, o un ciclón, o en mi tierra un temblor; y, de hecho, desde que la Revolución obligó a hacer estas prácticas anuales, las víctimas por ciclón, que antes eran cientos todos los años, se han reducido muchísimo. Cuando llega el ciclón todo el mundo sabe adónde tiene que dirigirse, y a la orden de quién está.

Cuando hacemos prácticas contra la invasión, nosotros, los viejitos, estamos en la tercera fila de combate”. Todo el mundo puede ser útil: “Yo colaboro con una organización de invidentes, y los invidentes también son personas, ¿sabe?, y pueden aportar algo en las maniobras. Uno de nosotros va con cada invidente y le dice: a la izquierda, y el cieguito tira la granada hacia la izquierda, o: de frente, y la tira de frente. Así todos contribuyen a la defensa de la Patria”. Pese a lo que tiene de cómico el relato de Dinora, nadie le arrebatará nunca su entusiasmo ni su dulce sonrisa.