La muerte de ETA

Mural proetarra en Pasaia, Guipuzkoa / Wikimedia Commons

Mural proetarra en Pasaia, Guipuzkoa / Wikimedia Commons

Por Juantxu Gomeza

ETA ha hecho mutis por el foro pero nadie dice que haya muerto. Los de la izquierda abertzale parecen tenerla ahí, en la recámara, y quieren que se sepa que la tienen en ese estado de hibernación y mencionan presuntos riesgos de la paz. La tienen, y sé que el ejemplo no es bueno, como muchas familias tienen el paquete de acciones de Telefónica, por si acaso, por si el hijo va a la Universidad Europea o para gastarlo cuando se precise.

Y si no ha muerto ha llegado a este estado no porque haya querido este resultado. Buscaba la victoria y tiene sólo ahora dirigentes avejentados, de rostros apergaminados, como si el tiempo hubiera puesto las cosas en su sitio. Por eso, cuando oigo que a ETA la ha vencido la sociedad vasca (se menciona la sociedad, como si fuera un ente propio) o incluso la acción policial, creo que es verdad, pero no toda la verdad. Mis recuerdos me llevan a aquellos años, los setenta, y veo de nuevo fotografías de cabelleras morenas, de barbas tan negras que manchaban las manos de los lectores de aquellos periódicos impresos en offset; hoy, en cambio, ve uno a los dirigentes que rodean a Otegi y salvo incorporaciones de unas féminas de última hora abunda una vieja guardia que ha perdido la juventud como le sucede a casi todo el mundo, mientras duerme y sin darse cuenta.

Es halagüeño pensar que los buenos sentimientos o, con más modestia, una razón práctica que aunque calculadora mantiene los principios del Derecho, se ha impuesto y ha hecho desaparecer el tiro en la nuca, pero uno cree que no hay sentimientos en juego ni razonamientos distintos de los prácticos, sin principio alguno. Oí yo una noche en la profundidad de la autopista de Guipúzcoa que ETA declaraba una tregua indefinida. Lo juzgué un engaño, uno más. Aún perdura ese supuesto engaño y a veces me pregunto cómo se llega a esto y no hallo, en ese País Vasco conocido, antecedentes, porque hay algo más que el cálculo o el análisis de las propias fuerzas; diríase que los propios etarras se engañan a sí mismos.

Me llega una imagen desde el recuerdo, eso que está en el lóbulo temporal, según dicen. Año 1975. Uno recorría Guipúzcoa y Vizcaya por carreteras que atravesaban núcleos de fábricas que en la noche encendían el cielo con fuegos. Sonaban las máquinas y las sirenas que daban comienzo al turno. Cristales rotos en ventanales inmensos y dentro lámparas siempre encendidas, un universo entre gótico y terminal, de gentes arrastradas por la inmigración y el cambio atroz y reciente. Una juventud inmensa, la del boom de los primeros sesenta, y de los precedentes booms, llenaba aquellas calles; y una población masculina cargada de testosterona y de una energía que quería refundar el mundo.

Más allá de la V o VI Asamblea, de la alternativa KAS (entre quienes incluso conocimos el KASCOL, el Kas de cola) o las voces rígidas de Radio París que daban cuenta de las algaradas y del silencio oficial, con la presencia de las brigadas de información de los grises. Ahí, en ese hervidero, ahora olvidado, Eta tenía la caldera en la que se asomaba la serpiente. Y llegan desde el pasado los gritos de Txakurrak hormara (perros al paredón) cuando los policías nacionales salían al pasillo de San Mamés, mientras miles de personas elevaban gritos de crueldad.

Ya todo se ha callado. Nadie proferiría hoy esos gritos en el nuevo San Mamés en el que una multitud (ahora sentada y envejecida) va uniformada con la camiseta del equipo. Una nube de respetabilidad parece inundar esos campos ahora yermos del olvido. Las viejas naves industriales han desaparecido y uno no atraviesa núcleos urbanos sino calles limpias que circunvalan barrios ordenados. Incluso el sol parece iluminar con más intensidad y el País Vasco (toda la cornisa cantábrica) parece haberse despegado de su cielo plomizo. Apenas llueve y si lo hace es en el interior del alma. La Modernidad llegó no se sabe cuándo y los jóvenes de entonces viven la esterilidad de la nueva Ultramodernidad, que parece ser la presente.

Es posible que ETA haya muerto, pero temo que le ha ocurrido lo que a algunos cánceres, que finalizan cuando el cuerpo que invaden muere por otras causas. Aquella testosterona, aquella juventud, se afirmaba en lo grandioso y también en lo mezquino. ¿No será que la Modernidad apaga aquella España? La España de la épica, como la de la utopía del hombre nuevo, deja paso al reinado de una moralidad nueva, la de lo que se llama políticamente correcto. ¿Acaso no hay ya nada más incorrecto que el comando de tres tipos en un automóvil buscando su víctima por el centro de San Sebastián?

Regreso a los recuerdos y veo aquellos paisajes de cabellos negros, aún más azabaches en los periódicos en offset. Ya no tengo duda de que ETA ha muerto, por mucho que piensen lo contrario sus propios adeptos; muerta como muere todo y sólo lamento que con ella se nos ha ido también aquella España. El resto será una historia diferente que otro día contaremos.