Los mejores años de nuestras vidas

Réplica del Magic Bus de la película Into the Wild/Madeleine Deaton/ Wikimedia Commons

Réplica del Magic Bus de la película Into the Wild/Madeleine Deaton/ Wikimedia Commons

Por José Gabriel Real, @Josega90

Fueron unos años remotos, pero a su vez, recientes. Zapatero anunciaba el final de la crisis mientras preparaba la mudanza de la Moncloa. Y Rajoy opositaba para pasarle la factura a las clases medias con un sobre en el bolsillo y un puro en la boca. Buscábamos el amor en Tuenti, y Twitter nos sonaba a droga de diseño.

Me matriculé en Periodismo cuando los tambores de Bolonia resonaban por los pasillos de la facultad como un ejército de orcos. Quería llevar un pase de prensa en el sombrero, beber güisqui en la redacción y jugar a las cartas con los compañeros como los personajes de Primera Plana. Pero los profesores citaban a Max Weber con la autoridad de Albert Rivera y Pablo Iglesias y nos repartían artículos de Noam Chomsky. Hacíamos aviones de papel con las hojas de Público y luego nos quejábamos de la crisis de la prensa.

Cada viernes volvía a mi pueblo con la ilusión del pequeño salvaje de Truffaut cuando lo dejaban solo en el bosque. Aprovechaba el fin de semana al máximo, dejando los apuntes en la mochila y viendo las películas que había sacado de la videoteca. Siempre había algún amigo que interrumpía mi sesión de cine con una cuestión de estado: ver un Levante-Dépor en el bar, sentarnos en los bancos de la plaza o llevar el coche al lavadero de El Saucejo cuando al día siguiente, su padre lo volvería a ensuciar en el campo.

Avisábamos a los demás y nos apelotonábamos en los asientos traseros de un Citroen Ax de segunda mano. Teníamos todo lo que necesitábamos: un depósito lleno de gasolina, un disco de Marea y la mejor compañía posible. Superábamos el límite de kilómetro por broma y nos descojonábamos en cada curva. Sacábamos la mano por la ventanilla como en el anuncio de BMW y los fumadores se echaban un cigarro apoyados en la puerta del copiloto, con la cara de El Ché pintada en un muro del fondo.

Si la ocasión lo merecía, nos encaramábamos al capó del coche con el motor en marcha y saludábamos a los lugareños. Puedes hacer el gilipollas, pero no debes perder los modales. Cuando nos quedábamos en el terruño, llenábamos el maletero de latas de cerveza y asábamos carne en el río como si hubiéramos conquistado Troya. A la vuelta, nos metíamos en algún pub, oliendo a rescoldo y dejando restos de barro en el suelo. Probábamos todos los cócteles posibles, como si estuviéramos en el Bar Chicote y fuéramos a entrevistar a Hemingway. Luego jugábamos al futbolín a muerte. Una noche de invierno, después de encajar una goleada vergonzante, saqué el último euro que me quedaba en la cartera, lancé la bola a la pista con tanto ímpetu que rebotó sobre la barra de los delanteros y salió disparada, rozando la sien de uno de mis amigos.

Terminábamos la noche con las manos encendidas, como un informático en la Sala Bagdad. Pero todo ciclo tiene su final. Pasaron los exámenes, los créditos y los mareos de la cena de la graduación. Cada uno empezó a buscarse la vida como pudo: repartiendo currículos, estudiando oposiciones, haciéndose autónomo…Las novias apaciguaron el espíritu anárquico de mis amigos; encerrándolos en casa, planeando escapadas a la playa, tirándoles las sudaderas de dragones a la basura y comprándoles camisas de marca. Los han domesticado.

Ahora salen temprano, se toman una copa o una Fanta y vuelven pronto a la cama para comprar un paquete de churros el domingo por la mañana y sacar al perro al parque. Hace un año fundamos un programa de radio, como si necesitáramos dejar una prueba grabada de que seguíamos hablándonos. Los mejores años de nuestras vidas son solo recuerdos huecos que resuenan en las conversaciones de encuentros esporádicos en los que no estaré presente por mucho tiempo. En la distancia he descubierto que la juventud es una fiesta permanente que empiezas a disfrutar cuando se apagan las luces, abren las puertas y miras atrás con nostalgia, y sin resaca.