Lágrimas de champán

Puente de la Torre, Londres/Davide D'Amico/ Flickr

Puente de la Torre, Londres/Davide D'Amico/ Flickr

Por José Gabriel Real, @Josega90

Mi verano es un acto de fe. Esta época del año sabe a gazpacho, suena a canción de Enrique Iglesias y huele a protección solar untada sobre lomos blancos. Es el momento de llevar chanclas y bañador hasta en los velatorios de tus familiares políticos. Pero en Inglaterra siguen proliferando los chubasqueros, los paraguas y las botas de cuero. El clima de este país es el humor de una mujer durante "esos días": sale el sol, parece que todo va bien, pero sales de casa en pantalones cortos y empieza la tormenta y el diluvio, como si en lugar de ir al trabajo fueras al encuentro de una amante en una película de Hitchcock. La libra rueda por los suelos, como esas monedas que saltan de la cartera cuando le pides al camarero la quinta copa de la noche. El curso académico ha terminado. Los peores estudiantes, los que han aprobado con nota todas sus asignaturas, han abandonado la ciudad. En cambio, los repetidores que viven sin prisa, se pasean en esmoquin por las calles del centro, con una botella de vino en la mano y un collar de flores al cuello.

Gasto las propinas del trabajo en cerveza española; es la mejor forma de ayudar a la patria (matria para Mónica Oltra) desde el exterior mientras a Podemos se le resista el sorpasso, y los emigrantes podamos volver a casa tarareando el Canto a la Libertad. A la camarera se le ha metido una gota de champán en el ojo al descorchar una botella. Llorar vino me parece un milagro mucho más hermoso y poético que caminar sobre las aguas o sanar a un leproso. En este bar, compartí litrona y recuerdos con mi amigo Ávila hace algunas semanas: comentamos la penosa situación de la prensa y nos reímos con anécdotas acontecidas en noches eternas. No nos arrepentimos del camino escogido porque como dijo Paul Valéry: “el hombre no es más que un pájaro encerrado en el exterior de su jaula”.