Sólo nos salvará el arte

Por Lourdes García del Portillo

En el siglo VI a. C los griegos comprendieron que sus oráculos y sacrificios ya no daban seguridad. No les permitían orientarse con respecto a lo que acontecía a su alrededor. Intuyeron, a su vez, que en su entorno se repetían una y otra vez ciertos patrones y que, por tanto, se podían comprender. Se lanzaron, entonces, a buscar esos movimientos invariables a los que denominaron el ser de las cosas. Y esto sí que les ofreció una tremenda seguridad porque podían anticiparlos y actuar en consecuencia. A esta forma de pensamiento la llamamos ciencia natural y aún vivimos de ella. A lo largo de los siglos nos ha regalado un espléndido dominio de las cosas y nos ha permitido desarrollar la tecnología.

Pero no es suficiente. Junto a ella apareció otra gran área de estudio: las humanidades. Como el método de la ciencia natural ha sido siempre tan exitoso, los intelectuales se afanaron una y otra vez en buscar el ser humano. Y no lo encontrarán nunca. Porque nuestro ser, si es que lo podemos llamar así, no es invariable. Los hombres y mujeres somos realidades históricas. Vivimos de y entre las cosas pero no somos cosas. Señalaba Ortega que somos disparados a la vida sin elegir cuál ha de ser nuestro cuerpo, nuestra psique, nuestra sociedad, el universo entero. Puesto que eso no lo decidimos, se nos presenta como algo dado, como cosas. Pero cada persona no es sólo y exclusivamente las cosas que encuentra, sino que es, ante todo, lo que hace con ellas. Somos libre quehacer. Frente a los animales que cuentan con instintos, al hombre no le viene dado cómo ha de comportarse y no le queda otra opción que inventarse su propio proyecto de vida. Una figura ilusionante que intentar realizar en esa circunstancia no electa. Somos, por tanto, novelistas de nuestro propio relato. Y la prueba de que no estamos atados a ningún determinismo la encontramos en la maravillosa y rica diversidad humana, tanto entre culturas, como en su historia.

Persona es, por tanto, aquella realidad que tiene la posibilidad de elegir responsable y creativamente su quehacer con todo lo que le viene dado. Pero en su camino de libertad encuentra una limitación: su historia. Sólo podemos innovar, gestar una nueva e irreductible realidad en la medida en la que no nos quedamos atrapados en el círculo de nuestro pasado. Si yo caigo hoy en un hoyo, mañana lo bordearé y seguiré sin problema. Pero si no cuento con memoria caeré en él día tras día. Lo mismo acontece con el pasado individual y colectivo. Si conozco la historia de mis antepasados, el tesoro de sus experiencias, sortearé ágilmente sus errores y me apoyaré en sus aciertos para gestar una forma de vida, que sea más bella, más refinada y sobre todo, verdaderamente nueva e irreductible a todo lo anterior. ¡El ser humano es artista! –nos grita nuestra propia consistencia. También los grandes creadores nos susurran en sus obras que sigamos sus pasos, que estamos llamados a ello.

Pero, entonces, hemos malentendido el cometido de las humanidades. Su misión no es darnos la realidad invariable del “ser” humano. Su fin último es decirnos quién ha sido en su historia, cómo se ha interpretado a sí mismo, precisamente para que cada persona, comprendiendo lo que hicieron sus antepasados, pueda reobrar sobre sí misma y acceder a su potencial creador. Por eso, mientras que las ciencias naturales se apoyan en sus métodos para anticipar un porvenir igual al de hoy, cuanto más rigurosas sean las humanidades menos podrán predecir el futuro, porque más capaces seremos de apoyarnos en ellas para gestar artísticamente variaciones innovadoras de nuestra propia realidad.

Todo esto se sabe desde el siglo XIX, pero no ha habido la verdadera voluntad pública de darle a las humanidades el valor que merecen. Por eso, cada vez andamos más perdidos entre las cosas, esclerotizándonos, cosificándonos. Y, al no haberse fomentado el íntimo potencial artístico, único e irreductible de cada persona, otra vez vuelven a emerger tantos movimientos del pasado. Personas aturdidas, vacías de sí mismas, dolidas de su vacuidad, conscientes de que no es ese su auténtico camino gritan coléricas su ira. De nuevo las plazas llenas, los mantras dionisíacos, la violencia, el partidismo, las ansias de ruptura. Pero tarde o temprano, lleguemos a la debacle o sigamos dando tumbos durante décadas, de todo ese fango, sólo nos salvará el arte.