El camino de las buenas intenciones

Pablo Iglesias vota en Madrid/Ballesteros/EFE

Pablo Iglesias vota en Madrid/Ballesteros/EFE

Por Pepe Maestre Torreblanca

La polarización de la campaña electoral en la que estamos inmersos conduce a perder de vista que todos los partidos buscan lo mejor para España. La definición de qué es lo mejor, no obstante, varía de unos a otros, aunque tales diferencias son menores de lo que se intenta aparentar. Existe un cierto consenso en aspectos tales como la necesidad de disminuir la desigualdad, equilibrar las cuentas, combatir el fraude fiscal, dinamizar el mercado de trabajo o modernizar el sistema educativo y el productivo. Las diferencias radican en las propuestas de cada opción política para alcanzar estos objetivos.

Existen diversos enfoques a la hora de proponer soluciones a un problema. El más común es el que podríamos denominar como de acción/reacción. Bajo esta perspectiva, cada problema es percibido como un evento que debe ser combatido de forma directa. Por ejemplo, si hay congestión en el tráfico, deben construirse más carreteras para ampliar la capacidad existente. Frente a este enfoque estático, existe una alternativa dinámica consistente en identificar al problema no como un evento aislado, sino como un elemento más interconectado con otros muchos mediante una serie de relaciones causales que también deben ser tenidas en cuenta. En el caso de la congestión del tráfico, debe considerarse que un aumento de la capacidad existente hace más atractiva la conducción frente a otras opciones de transporte, lo que no sólo aumentará el número de vehículos sino que posiblemente acabe incrementando la distancia media de los trayectos, ya que el rango de destinos que cada conductor considerará como aceptables en términos de tiempo y distancia se verá incrementado. Como consecuencia de todo lo anterior el tráfico aumenta de manera que el incremento de capacidad previsto puede resultar inservible para aliviar el problema de congestión.

Un ejemplo que se utiliza comúnmente en ingeniería para ilustrar este fenómeno es el de tomar una ducha de agua caliente. Un enfoque de acción/reacción conduce a incrementar la temperatura del agua mientras que ésta esté por debajo de la temperatura deseada y viceversa. La consecuencia, por todos conocida, es una sucesión de abrasiones y congelaciones bajo la ducha hasta que se consigue la temperatura deseada. Ninguna persona desea infligirse semejante castigo, pero es el resultado inevitable si no se tiene en cuenta que el agua no cambia de temperatura de forma instantánea, puesto que debe viajar desde el calentador venciendo la inercia térmica del tubo por el que circula.

Como puede verse, hasta el problema más banal exige una respuesta cuidadosamente diseñada. Este es el gran problema de las propuestas populistas. En apariencia se trata de medidas que deberían conducir a la mejora de la situación de España, pero bien pudiera suceder que el efecto final fuera justamente el opuesto al perseguido. Por ejemplo, una medida en apariencia deseable como la del aumento del salario mínimo hasta los 850 o 900 euros con el fin de mejorar el poder adquisitivo de los trabajadores con sueldos más bajos tiene muchas aristas que deben ser convenientemente consideradas. De entrada, el aumento del salario supone un aumento de costes para las empresas. Ante este escenario la empresa puede absorber el incremento de costes si su situación se lo permite, pero bien podría trasladarlo a sus clientes mediante el incremento de precios correspondiente, o, en el peor caso, terminar quebrando debido a la pérdida de rentabilidad. Más aún, esta medida genera también un incentivo perverso para que trabajadores que tienen un contrato a día de hoy pasen a engrosar el mercado negro. Por tanto, se trata de una propuesta encaminada a resolver un problema que pudiera terminar por agravar.

Todo lo anterior no implica una enmienda a la totalidad del programa populista, pero sí es una advertencia acerca de los peligros subyacentes bajo propuestas con apariencia de sentido común, especialmente cuando del éxito de estas propuestas dependen los ingresos destinados a sufragar el ambicioso programa de inversión estatal planteado (y eso sin tener en cuenta las desastrosas consecuencias que pueden tener los referendos tomados a la ligera). Existen numerosos precedentes bien descritos en la literatura científica en los que acciones llevadas a cabo con buenas intenciones terminaron empeorando o perpetuando los problemas que inspiraron su diseño. El el caso de la economía, los gastos son fáciles de cuantificar pero no sucede así con los ingresos.

Cualquier error puede llevar a empeorar nuestras ya de por sí sonrojantes cifras de deuda y déficit. Por tanto, que quede clara la necesidad de prestar atención a cada persona y sus problemas, pero también la de entender la dinámica de la red que lo conecta todo. Hay que saber ver al mismo tiempo los árboles y el bosque. De lo contrario, y parafraseando un antiguo proverbio, corremos el peligro de comprobar por nosotros mismos que el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones.