Hace cuarenta años

El líder de UCD, Adolfo Suárez.

El líder de UCD, Adolfo Suárez.

Por Juan Pablo Sánchez Vicedo, @jpsVicedo

La colección de arte del Congreso tiene un retrato de Torcuato Fernández-Miranda estilizado como un espectro. Hoy nadie invoca al cerebro (ahora se diría «autor intelectual») de la primera Transición: de la muerte de Franco a la Ley para la Reforma Política, en la que culminaron años de reflexión y conversaciones con su alumno Juan Carlos de Borbón.

Los caminos de Torcuato y de Juan Carlos se habían cruzado en 1960, cuando al primero le fue encomendada la formación jurídica del Príncipe. Torcuato era catedrático de derecho político y un posibilista adaptable a los cambios: «Soy leal a mi pasado, pero este no me ata». Juan Carlos, con los auspicios de su profesor, planeaba una reforma democratizadora. Como las Leyes Fundamentales del franquismo eran modificables, el obstáculo estaba en la presidencia del Gobierno.

El estafermo de 1976 era Carlos Arias Navarro. Debió desaparecer de la escena política tres años antes, cuando era ministro de la Gobernación y asesinaron al presidente de cuya seguridad era responsable, pero Franco estaba tan atontado que lo elevó a la presidencia. Muerto el viejo general, el rey Juan Carlos tuvo que escoger los ministros del nuevo gobierno bajo la condición de que lo presidiera Arias. Lo que este presidió fue un barullo de ambiciones en el que cada cual intentaba salvar su carrera política. Los ministros militares quedaron ladeados en la foto oficial, donde todos guardaban luto por Franco, aunque muchos llevaban el luto por sí mismos sin saberlo. Areilza y Fraga, dos lobos emboscados, esperaban su ocasión para saltar sobre la presidencia mientras Adolfo Suárez parecía el chico de la cuota falangista o el recambio de José Solís como sonrisa de un régimen que adolecía de rigor mortis.

Mientras se perdía el tiempo en el gobierno, Torcuato maniobraba en la presidencia de las Cortes y del Consejo del Reino. El Consejo era una reunión de notables convocados para obedecer al aconsejado; cuando lo fue Franco no se adoptaron decisiones importantes, pero con el rey cambiaron algunas cosas. Torcuato acostumbró a los consejeros a reunirse periódicamente con motivo o sin él, para sorprenderlos con la designación de un nuevo presidente del Gobierno el día en que Juan Carlos forzara la dimisión de Arias. El Consejo del Reino debía elevar al rey una terna de candidatos en la que Torcuato coló a Suárez sin que nadie se opusiera, pues entre franquistas habría estado feo vetar al secretario general del Movimiento. Hoy todos quieren ser Adolfo Suárez, pero su designación el 3 de julio de 1976 produjo en los españoles una pasajera sorpresa incomparable con el estupor que acababa de causarles la muerte del payaso Fofó.

A Suárez le había costado sudores licenciarse en derecho y jamás había leído un libro. Como no sabía encauzar la reforma, llamó el 15 de agosto a Torcuato para que lo sacara del atolladero. El profesor se encerró el fin de semana del 21 al 22 de agosto en su chalé de Navacerrada, donde redactó el borrador del Proyecto de Ley de Reforma Política y el lunes 23 lo entregó a Suárez diciéndole: «Aquí te doy esto que no tiene padre». El proyecto consistía en que los españoles eligieran mediante sufragio universal un Congreso de los Diputados y un Senado que levantarían un nuevo ordenamiento político. Al esconder su autoría y renunciar a la fama, Torcuato eligió esfumarse del régimen democrático que España se disponía a estrenar. Si el proyecto fructificaba dignificaría España y legitimaría al gobierno de Suárez, de ahí que la oposición quisiera obstaculizarlo.

El 23 de noviembre, cinco días después de su aprobación por las Cortes, se presentó en la Comisión Política del Parlamento Europeo una solicitud de resolución de rechazo a la reforma y de apoyo a la oposición y, en particular, al PSOE. La solicitud no prosperó. El 15 de diciembre la Ley para la Reforma Política fue ratificada por el 94 por ciento de los votantes en un referéndum que tuvo el 77 por cien de participación. La izquierda se avino a pactar con aquel Gobierno reforzado y lo que vino después es otra historia.

Por muy zurrada que esté nuestra democracia no caeré en el despropósito de equipararla con la dictadura, pero tampoco despreciaré las semejanzas de 1976 con la situación actual: unos políticos envilecidos se aferran al pasado mientras otros intentan una sensata reforma; unos partidos que emergen de la sombra confluyen en maquinar una ruptura traumática; un obcecado presidente impide el acuerdo reformista y se permite hacer desplantes al rey. Entonces como ahora, la actitud individual, a menudo despreciada por los historiadores, se revela decisiva. Como hiciera el olvidado Torcuato Fernández-Miranda, alguien debería sacrificar su ambición y ofrecernos una renuncia como la que hace cuarenta años valió para desbloquear España.