En torno al laicismo

Por Pedro Peral

El socialismo del siglo XXI se presenta como un socialismo revolucionario que bebe directamente de la filosofía y la economía marxista. Defiende la necesidad de un reforzamiento radical del poder estatal democráticamente controlado por la sociedad para avanzar en el desarrollo. Fracasado su modelo económico, desde hace tiempo se extiende en un proyecto cultural de “ingeniería social” que actúa, entre otros, sobre el modelo de familia, la enseñanza y el papel de la religión en la vida pública.

El significado preciso del término laicidad es objeto de debate, pues si para algunos significa mutuo respeto entre Iglesia y Estado fundamentado en la autonomía de cada parte, para otros se insiste en la no inclusión de la influencia religiosa en la vida social. Quien con más tenacidad defiende en España tal calificativo es Podemos, en sus distintas marcas.

Hay que recordar que con el Vaticano II la Iglesia superó malentendidos históricos y resistencias equivocadas y asume la democracia y los derechos humanos, parte esencial esencial de su propio legado cultural. Este espíritu ha llevado a la Iglesia a reconocer en el nivel jurídico político la secularidad del Estado, no de un Estado laicista, sino laico, secular, que no da preferencia a ninguna creencia religiosa si pretende ser la única verdadera, puesto que la verdad no se impone de otra manera, sino por la fuerza de la misma razón.

En línea con esa doctrina, España, según el artículo 16 de la Constitución, dejó de ser un Estado confesional: “ninguna confesión tendrá carácter estatal”, reconoció la libertad religiosa y confirmó la separación entre Iglesia y Estado cumpliendo cada uno sus fines por separado, sin perjuicio de que el Estado mantenga relaciones de colaboración con la Iglesia Católica y demás confesiones.

Los partidarios del Estado laico se oponen a la influencia que dicen tiene la Iglesia Católica en el Estado. Desde medios católicos se critican actuaciones del Estado que consideran “anti-Iglesia” más que laicas.

La confrontación encuentra un reflejo en los ámbitos de algunos derechos fundamentales, yendo mucho más allá del mero e inocente, en apariencia, calificativo de laico. Por ejemplo, el derecho a la vida del nasciturus es combatido por los laicistas que contemplan el aborto como un derecho de la mujer, de lo que no encontramos antecedente alguno en ningún país democrático. Pretenden excluir la cuestión del debate público aduciendo que los creyentes basan sus argumentos en convicciones religiosas no compartidas por todos. Proclaman que los creyentes deben guardarse sus tesis “metafísicas” para su vida privada y permitir que la vida pública sea organizada con arreglo a las suyas, tan “metafísicas” como las que impugnan.

En materia de enseñanza, conocida es la proclividad de la izquierda a restringir o rechazar los conciertos educativos vulnerando el derecho constitucional de los padres a elegir para sus hijos la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones.

En esta pretensión de que lo religioso no juegue ningún papel en la vida pública late un error. Lo público no se agota en lo estatal: todo lo estatal es público pero no todo lo público es estatal. Lo contrario sería confundir la sociedad con el Estado. En las sociedades democráticas coinciden instituciones estatales y otras que no lo son, como la religión. Respecto a ésta, el Estado puede aspirar a la laicidad, pero no a ser laicista entendido como actitud negativa frente a la religión.

En este sentido, consideramos fuera de lugar que algunos partidos con representación institucional en municipios y otros entes territoriales pretendan extender a la esfera moral en materia de derechos constitucionales la laicidad entendida como plena autonomía de la esfera civil y política respecto a la esfera religiosa. Cuando una autoridad participa en una celebración religiosa no está expresando sus convicciones personales ni a su presencia se le puede atribuir otro significado que el de representación política.

Señalemos finalmente la asimetría del discurso laicista. Exige que los creyentes se despojen de cualquier carga religiosa si desean participar en el debate público, sin que a los no creyentes se le exija hacer lo propio de la carga materialista en sus argumentos. Se parece al tramposo vendedor ambulante de telas de mi pueblo: tenía un metro para comprar, el más largo, y otro para vender, más corto.