Los tiempos de don Mariano

El presidente del Gobierno en funciones y líder del PP, Mariano Rajoy/Alberto Estévez/EFE

El presidente del Gobierno en funciones y líder del PP, Mariano Rajoy/Alberto Estévez/EFE

Por Manuel Peñalver Castillo

A esa hora en la que comienza el día, como una metáfora, alineada en la sintaxis que fluye en la voz que fue su voz, surge una pregunta que prolonga su latido en las esquinas del mundo: ¿Qué es el tiempo? Esta meditación ya estaba presente en los presocráticos. En Heráclito y Anaximandro. Y en Parménides. Y en Meliso de Samos.

Platón consideraba que era como una imagen móvil de la eternidad. Aristóteles razonaba que es algo que pertenece al movimiento. Newton defiende su carácter absoluto. Kant considera que toda experiencia lo presupone. Para Hegel, era el devenir intuido. Pero el tiempo, en su concreción y en su abstracción, es también oír a Mozart, el piano de Chopin, Strange Fruit de Billie Holliday, la trompeta de Louis Armstrong, el beso de Humphrey Bogart a Ingrid Bergman en Casablanca o de Burt Lancaster a Devorah Kerr en De aquí a la eternidad, una media verónica de Morante de la Puebla, un natural amanoletado de José Tomás, un gol de Messi…; o un pase de Valerón, desde el medio campo, sin que los defensas del equipo rival descifren la dirección del balón.

El tiempo es la pintura de Velázquez, el Quijote de Ibarra (1780), Cien años de soledad, una mirada de Lauren Bacall, la misteriosa palabra de Ciudadano Kane, un relato de Carver, un artículo de Umbral, un poema de Borges: «Mirar el río hecho de tiempo y agua y recordar que el tiempo es otro río, saber que nos perdemos como el río y que los rostros pasan como el agua». O, quizá, las sílabas de Venecia, Berlín, Damasco, Estambul, Nueva York, Ginebra, París o Lima en Un asunto sentimental de Jorge Eduardo Benavides, cuando el manuscrito del pasado se refleja en los fragmentos con el lenguaje hermoso que nos devuelve la vida. 

Sin embargo, en las sinestesias del atardecer, que concluyen en la intemporalidad que entreteje la metafísica, seguimos sin saber qué es el tiempo para don Mariano. ¿Ganar las nuevas elecciones viendo que la primera y la segunda metáfora son la misma cosa? ¿Permanecer en el íntimo hábito de los días fiel a las horas que avanzan? ¿Oír la música instrumental de Los Relámpagos o Los Pekenikes? Hay que ser pacientes para que todo surja como estaba previsto. Finalmente, la interrogación se disipa: el tiempo para don Mariano consiste en la impasibilidad; en no tirar la toalla; en simular; en mirar al infinito como si la eternidad nunca se perdiera en la huella de los instantes.

El señor de Pontevedra, nacido en Santiago de Compostela, ahí sigue, ajeno a todo lo que no sea estar para seguir siendo. Imperturbable, impávido, impertérrito; y, en cierta forma, inmutable, indiferente y frío. Soñando su objetivo: conseguir el 26 de junio 130 escaños y poner encima de la mesa de la negociación para formar gobierno ese número o uno que sea memoria antes que olvido. Si, después de los sonsonetes y retintines de Pedro Sánchez y Albert Rivera y tanta contestación, consigue renovar el mandato, habrá que llegar a la conclusión de que, más que manejar los tiempos, los domeña, aunque no sea Anquetil en la contrarreloj entre Versalles y París o Eddy Merckx, en la clásica Milán-San Remo.

Marcel Proust era un hombre obsesionado con el tiempo, como si este fuera un hexámetro de Homero en la infinita lectura de la Ilíada. Rajoy, por el contrario, permanece en calma budista, en estado zen de la meditación trascendental, como si el mantra fuera la manecilla que para los minutos y los somete de modo indefectible a la voluntad. Ninguna semejanza hay entre el escritor y el político. Pero la literatura de don Mariano también existe. Es esa escritura imaginaria que impacienta y exaspera a los que esperan su renuncia. El calendario para él no tiene métrica homérica. Ni la infinitud de un verso de Neruda. «El tiempo es la divisa de tu vida. Es la única divisa que tienes y solo tú puedes determinar cómo será gastada. Sé cuidadoso y no permitas que otras personas la gasten por ti», razonaba Carl Sandburg.

Y, de este modo, perdura la temporalidad del presidente en funciones. La reforma de la administración, la enseñanza, la universidad, la investigación, el modelo productivo pueden esperar entre anáforas y aliteraciones. Porque el hipérbaton, gongorino o no, es un mundo aparte. En los anaqueles duerme tranquilo el silencio. El sol declina, pero las interrogaciones rajoyanas no revelan lo que será. En su indescifrable secreto, leer el Quijote siempre es una palabra que regresa para marcar la respuesta exacta. «El tiempo es algo que no vuelve atrás; por lo tanto, planta tu jardín y adorna tu alma en vez de esperar a que alguien te traiga flores», decía Shakespeare. Cuando la mañana se hace alba, la gramática es hermenéutica verso a verso y estrofa a estrofa. En la analepsis del ayer, el recuerdo es la historia que se lee. «Manuel Mújica Láinez, alguna vez tuvimos una patria –¿recuerdas?– y los dos la perdimos». Manrique, Azorín, Lorca… Todo vuelve como una ola. Y, así, hasta llegar, cuando se acerca el final de este artículo, al titular de El Faro de Vigo: «Rajoy, el impasible».