La nueva ilusión política europea

Bandera de la Unión Europea y bandera española/Juan Medina/Reuters

Bandera de la Unión Europea y bandera española/Juan Medina/Reuters

Por Félix Francisco Sánchez Díaz

Yo soy y me siento español, por los cuatro costados. Sé que soy mucho más español que canario, por referirme al lugar en el que nací y en el que llevo treinta años residiendo. También sé que no querría vivir bajo la imposición de una enseña, de unos colores, de una cultura, de una lengua o de un modo de pensar. Si, por ser español, me tuviese que gustar el paso-doble, o los toros, la paella, las procesiones de Semana Santa o de lo contrario ser multado, discriminado o desconsiderado de cualquier forma relevante, dejaría inmediatamente de sentirme cómodo dentro de mi país. No es que dejara de sentirme español, pero no tardaría ni un día en desear ser norteamericano, alemán, británico, holandés, o de cualquier comunidad política que me ofrezca libertad para ser y sentir lo que me dé la gana. Incluso español.

Lo diré de la forma más sintética que se me ocurre: mi nación es aquella que garantice mi libertad. No siento adhesión por ninguna comunidad política que me oprima de cualquier forma. Siento contradecir a aquellos que sostienen que la nación es antes que la democracia, que el terruño y la comunidad de cielos, ríos, lagos y mares es el hecho políticamente constituyente. Mi constitución política podría ser la de George Washingon, Thomas Jefferson y John Adams, si sirviera para mantenerme a salvo de las amenazas que nublan el cielo de esta España que, a pesar de todo, amo.

Oigo ciertas voces decir que lo que sucede en determinadas partes de nuestro país se debe a la pérdida, disolución o desvanecimiento nacional que padece España. Pero la opresión lingüística en Cataluña, el hacer como que no ha pasado nada en el País Vasco tras cuarenta años de terrorismo de ETA y una década de terrorismo de Estado, el desinterés generalizado por las víctimas del terrorismo de ETA y el ignominioso olvido en que ha caído la terrible catástrofe del 11-M son todas ellas manifestaciones de lo que hoy día es España: un país incompleto, incapaz como tal de auto-determinarse políticamente, y al mismo tiempo ciego ante el hecho de que, si una simple región española se reclama a sí misma como nación política, no será la superposición de una región un poco más grande lo que le baje las ínfulas a los oligarcas regionales de turno.

El nacionalismo avanza imparable por Europa. Hasta hace algún tiempo los españoles creíamos que era un mal específicamente hispánico, pues Europa había emprendido un camino sin retorno hacia la unión política. Hoy, esa unión política parece alejarse del horizonte europeo y el nacionalismo adopta todo tipo de formas: en Escocia, en Francia, en Hungría, en Alemania, en Polonia… y, por supuesto, en España.

En Europa vivimos un tiempo sin ilusiones. Muchos europeos buscan ahora con ahínco la ilusión en la restauración de las comunidades nacionales, o directamente en la invención de comunidades nacionales de existencia histórica, como mínimo, problemática. Cabe esperar que no sea más que un auto-engaño que termine en decepción. Pero Europa no puede permitirse más decepciones. La nueva ilusión política de los europeos está por construir.