Amor

Bayern Múnich - Atlético Madrid/Andreas Gebert/EFE

Bayern Múnich - Atlético Madrid/Andreas Gebert/EFE

Por José Gabriel Gabriel

Salgo de casa en bicicleta. Giro a la izquierda y cruzo el parque del barrio. Circulo sobre un carril de tierra mojada y guijarros oscuros. El césped del recinto, verde y fresco, transmite una paz cotidiana remozada en brisas suaves y atardeceres lentos. Un balón fluorescente se cruza en mi camino. Freno. Me bajo de la bicicleta. Piso el cuero y levanto la vista. Tres niños de unos diez años me observan: esperan mi reacción. Les paso el balón con el interior. Por un instante, pienso en unirme a la pachanga. Me dan las gracias y siguen jugando. Retomo la marcha. Recuerdo los viernes por la tarde jugando “Eliminatorias” en el parque de La Molineta. Un canto al liberalismo: todos contra todos sin más ley que el beneficio intransferible e individual del gol. Debías driblar a todos tus contrincantes y batir al portero para pasar a la siguiente ronda. Sentías presión en la nuca cuando los jugones se clasificaban y esperaban su turno mascando chicle sobre el respaldo de un banco.

Los estetas cultivaban los “Menos cinco”. En este juego, debías pasar el balón por encima del portero. Los disparos que besaban la cruceta y terminaban en el fondo de las redes sonaban a Vivaldi. Buscabas un efecto coqueto en cada golpeo, como quien se sacude la caspa de los hombros o se atusa el flequillo en el retrovisor de un BMW. Los goles encajados en Las Españolas te restaban los puntos iniciales. Te alojabas en la venta del Nabo si te marcaban un gol con los cojones. Juro por Maradona y hasta por el otro Dios que en mi colegio eliminaron a un chaval engañándolo con varias bicicletas, abandonándolo a su suerte a orillas de la portería y metiendo el balón con la bolsa escrotal.

Cuajabas las mejores actuaciones en los partidillos con amigos cuando menos te apetecía correr detrás de una pelota. Recuerdo la advertencia de un paisano a sus compañeros de equipo mientras yo trotaba por la banda como un potro cojo, mendigando algún pase que me permitiera demostrar mis habilidades, inéditas hasta ahora: “Cubrid a Josega, parece malo pero crea peligro”. No supe si propinarle una patada en la espinilla o invitarle a un paquete de PetaZetas.

Llego a mi destino y miro el móvil: El Atlético de Madrid jugará la final de Champions. Otra vez. Interpreto las gestas de Simeone como una oda al amor propio, a la resistencia, a la dignidad de los eternos perdedores que cuando menos te lo esperas se presentan una mañana en casa con la cabeza de la Medusa debajo del brazo.