Follones

Por Rubén Díaz Tocado, @dieztocado1

El metro donde la España de Machado se ocultaba de las bombardas guerracivilistas -lo de “incivil” se lo dejamos a Ansón- sirve hoy para que dos pillastres de sábado se magreen e interpenetren (ella a él con su perfume de loba subterránea, topo del sexo oscuro a todo tren). Dice el periódico que está la autoridad detrás de ellos, escudriñando identidades, esa cosa abstracta de los papeles, para ver si los empapelan. Así está el percal de Barcelona -no decimos “barcelonista” desde que el gentilicio fue arrasado por la apisonadora gris del fútbol-.

La libido y los trenes reestrenan su larga relación de traqueteos propiciatorios, su turbamulta urbana de carteles y sexo, sólo que esta vez en el andén tibio de una primavera recién llegada que nunca entrará en el metro. El metro, ese sitio donde se va, como en House of Cards, a remachar asesinatos, y da igual, por lo visto, que sean de personas que de virgos. En el metro arden muchas cosas, y la menor de ellas puede ser un vagón. Yo he visto bonzos de amor incrementando el estío a flor de piel, similares a éstos de los que hablo, y siempre me dio melancolía de los novios que sólo se besan en la cimentada velocidad de entre estaciones para luego, al salir a la superficie, nada de nada.

Hay media ciudad ahí debajo y la plebe, oigan, tiene que hacer sus cosas. Pero es que el metro fue construido para deshumanizar la urbe a cambio de transportarla, le quitó la poesía para entregarla a una red de pasadizos donde las tardes mueren sin que el día haya llegado a comparecer. No está pidiendo que le hagan madrigales el metro, que es un infierno de escaleras de los que inspiró a Escher, y por el que corren, corremos como hormigas sin crin ni gónadas, robóticas y oscuras. Por eso en el metro ofende lo que no lo haría en un parque, o no tanto. El metro no tiene baños porque su usuario ideal es un corpúsculo de nada vertida sobre sí misma, que se mira en la máquina expendedora y deja escapar un ay flojillo y con dengue. Piensen, por otro lado, que hay un tipo de persona cabal y adusta, que una tarde de domingo, cuando el metro transporta brisas, cines, teatros clausurados, se paga su billete con parsimonia, desciende hasta el andén y discreto, sin alharacas, da dos pasos hacia la tiniebla por ver si se acerca el tren, y que cuando ve su rayo de luz anunciatorio, como si Dios le hablase, aguarda al momento justo en que la máquina irrumpe para dejarse caer al hoyo y poder ver la muerte muy de cerca. También eso nos lo da el metro, la flor macilenta de los suicidas, hartos de tanta vida a medias como les da la urbe.

Qué follón como cojan a los tortolos, y qué pesantez, y cuánta alegría ciudadana con los follones. Esto nos pasa por no tener gobierno, que del gobierno se acaban apropiando las máquinas. Ahora que todo es ordenata, ipad y antiludismo del esmarfon, va y viene esta pareja de catalanes del foc y el xaloc para cantar el himno subterráneo de la ciudad en llamas. Y recordarnos que puede haber vida debajo de la tierra, descerrajando nichos, estertores.