La libertad es lo mejor para la riqueza y lo peor para la pobreza

Por Manuel Asur González García

En Vieja y Nueva Política, Ortega y Gasset desgrana tres conceptos que hoy adquieren notable importancia: socialismo, aristocracia y capitalismo. Pero se olvida de otro mucho más importante. Lo citaré después. Ahora nos interesa otear, con vista de pájaro, los esgrimidos por el autor de La Rebelión de las Masas.

“Yo soy socialista por amor a la aristocracia (..) Aristocracia quiere decir estado social donde influyen decisivamente los mejores.” ¡Ojo!, Ortega habla de “estado social”, no de gobierno de los mejores. Cuando gobiernan los peores, “el estado social” -- donde “las opiniones más acertadas, más nobles, más justas, más bellas” forman masa crítica --, se opondría con sólida resistencia a la jauría gubernamental. La resistencia de una aristocracia que hoy podríamos denominar, con poco margen de error, periodismo, medios de comunicación. Medios no libres de la mediocridad, políticamente correcta de los peores y que, como una infección combate el socialismo de 1913. Socialismo que, según el filósofo madrileño, ha de producir aristocracias verdaderas, “fuertes hombres óptimos” para combatir el capitalismo. El capitalismo, en aquellos tiempos, puede definirse como el estado social en el que las aristocracias son imposibles.

Naturalmente, la aristocracia de la que el autor de El Espectador nos habla nada tiene que ver con el linaje de la sangre, castas guerreras, mitos clasistas, etc. Y en cuanto al capitalismo, se refiere al plutócrata, al dinero al servicio del dinero. De manera que un obrero, cercado por esta especie de capitalismo cuantitativo, se ve obligado a hacer de su jornal el centro absoluto de su vida. Una consagración religiosa. No depende de un jornal. Es el jornal.

Para nada es baladí la visión aristocrática que el autor de España Invertebrada nos presenta con su nervio cualitativo. ¡Buena falta nos hace en el “estado social” de la España de 2016! Sobre todo en su forma más ideal: la libertad. Libertad que Ortega ignora en su artículo. Y de la cual, sin entrar en detalles, sin abandonar la óptica del pájaro, yo voy hacer brevísimo acopio.

En una democracia pueden coexistir muchas dictaduras. Que no exista independencia judicial en las altas magistraturas del Estado, que el gobierno central fluctúe entre veleidades separatistas, la siniestra situación del nunca esclarecido 11M, la creciente proliferación de sharías -tolerancia de intolerantes-, o la doble vara de medir con los corruptos, son tóxicos ejemplos de dictaduras al amparo de nuestra retórica democracia.

¿Quién osa levantar la voz contra su nombre? Ni siquiera se atrevió Franco. Él calificó su dictadura de democracia orgánica. Y los asesinatos de Stalin fueron perpetuados bajo el más estricto centralismo democrático.

El mayor enemigo del pueblo es el pueblo en el poder. Y el mayor amigo, la aristocracia. Esta es la razón antipopular de Ortega: no un gobierno del pueblo, sino “un estado social”. Un estado social donde los mejores, en su dimensión cualitativa, fortalezcan la libertad. Porque es la libertad, mire por donde se mire, lo mejor para la riqueza y lo peor para la pobreza. No una clase, no un gobierno, no un salvador de pueblos, rojo, azul o pardo, sino una estructura donde libertas pecunia lui non potest, no haya dinero que pueda pagar la libertad. Y si lo hubiera, si fuera una mercancía más, entonces la libertad sólo puede ser un privilegio. Privilegio de quien sepa arrojarnos briznas de cristal a los ojos.