Mi abuelo Pedro y Blas de Otero

El poeta Blas de Otero pidió la paz y la palabra para un pueblo que lo olvidó con la Transición

El poeta Blas de Otero pidió la paz y la palabra para un pueblo que lo olvidó con la Transición

Por Rafael Castrillo Martínez

Mi abuelo Pedro, de quien escribiré otro día, tenía la buena costumbre de llevarme a la Feria del Libro, en el Arenal. De allí siempre salía con un libro, el que yo eligiera. Aquel año, seguramente 1970, fue Ángel fieramente humano y Redoble de conciencia, una edición de Losada de diez años atrás.

Había conocido a Blas de Otero en una antología de poesía española del Círculo de Lectores: Me llamarán, nos llamarán a todos… que más tarde oiría cantar a Paco Ibáñez. La primera impresión, fuerte, se ahondó hasta convertirse en una experiencia que determinó mi manera de vivir la poesía, y de escribirla. Él remitía a San Juan de la Cruz y a Quevedo pero encarnaba duramente el siglo XX y, además, era de Bilbao.

El artículo de Lorena Maldonado, que agradezco, me ha hecho detenerme en todo esto. Mi relación íntima con la poesía de Otero desembocó, tras su muerte, en sentimiento de cierta frustración: se habló de quien nunca se había hablado; pero la reacción pública, las manifestaciones más o menos oficiales, o las consideraciones trasmitidas por los medios de comunicación han sido, o me han parecido frecuentemente, como obligadas, impostadas; si no insinceras, algo artificiosas.

Aquí, en su pueblo, le hicieron un busto de bronce, de notable vulgaridad; y le pusieron su nombre a un a calle a costa de quitársela a San Juan de la Cruz. No creo que Blas les haya perdonado.

Tengo ahora sobre la mesa un libro suyo que me ha devuelto, con cierto retraso, una vieja amiga, casi moribunda: Que trata de España. Idioma destilado y alma dolorida. Otero no es un poeta para ser leído sino para ser vivido. Y no es poeta social, sino ontológico.

Me acompañan siempre sus versos, los más angulosos pero también los que esconden una sonrisa maliciosa: Dios nos libre/ de libros grandes y de chicas feas. Muchas veces, a la hora de preparar la cena y de poner la mesa, Marga pregunta ¿falta algo? Y a mí me viene, invariablemente, a la herida memoria: Podrá faltarme el aire,/ el agua,/ el pan,/ sé que me faltarán./ (…) La fe, jamás

Descanse en paz el hombre que la pedía. Y cúmplase (¡cada vez parece más difícil!) su profecía luminosa:

Arboles abolidos,

volveréis a brillar

al sol.