La boca del infierno

Volcan Masaya/Tara Joyce/Flickr

Volcan Masaya/Tara Joyce/Flickr

Por Guillermo Caravantes González

Estremecedor titular, ¿sensacionalista incluso? Sin embargo, es eso exactamente lo que los primeros conquistadores españoles en visitar Nicaragua pensaron al ver el amenazador aspecto del lago de lava que a día de hoy ha vuelto a emerger en la boca del volcán Masaya. Con sus fauces abiertas de par en par preparadas para asestar una dentellada de 1 kilómetro de ancho y 300 metros de profundidad, y esa lengua de fuego que atrae al mismo tiempo que espanta el ánimo del incauto observador, los primeros sacerdotes católicos y aventureros patrios (ese concepto tan etéreo conocido en Latinoamérica como "El Español") no pudieron por menos que bautizar con tan aterrador nombre al volcán Masaya.

Aun así, este 'lago de fuego y azufre' difiere del de Apocalipsis 21 en un aspecto fundamental; mientras que aquel es eterno, este es genuinamente efímero. Durante un tiempo limitado y cada 20 años de media, vuelve a resurgir en el momento más inesperado, para sumergirse de nuevo bajo tierra sin dejar más rastro que la perenne emanación de gases que le acompaña, y los apagados -aunque muy reales- rugidos que se escuchan en momentos en los que el viento se calma.

Este coloso es un volcán atípico. Igual que un joven millennial, no está en su naturaleza ser predecible, repetitivo o dedicarse siempre a lo mismo. Por eso, de su seno han surgido desde las más parsimoniosas coladas de lava (ese hipnótico y fluido material incandescente que se ve en los documentales de Hawaii), a las más estremecedoras erupciones explosivas, capaces de cubrir la vecina capital (Managua, 1.200.000 habitantes) en una capa de ceniza que amenace casas y a sus ocupantes.

Su actividad cíclica, predominante durante los últimos 150-200 años (como si de una negociación de investidura española se tratara), consiste en ciclos de 20-30 años en los que la actividad oscila entre períodos de calma con emisión de gases tóxicos, y períodos de actividad explosiva menor, como la que está teniendo lugar hoy. El equipo de trabajo anglo-español del que formo parte lleva estudiando la actividad del volcán desde la última erupción parecida a la actual, que ocurrió en 1993. Por tanto, en este momento estamos ante la oportunidad única de entender las señales geofísicas (el lenguaje de signos) que nos manda el volcán en cada fase de su actividad.

Esto supone no solo la ocasión de contemplar con nuestros propios ojos el fenómeno que normalmente tiene lugar agazapado en las entrañas de este coloso, sino que aún más importante, nos puede permitir caracterizar la actividad de un ciclo completo con la suficiente precisión para poder anticiparla la próxima vez que esté a punto de ocurrir. Esta información puede ser de un valor incalculable para la Dirección de un Parque Nacional que enfrenta la responsabilidad de cuidar del bienestar de los miles de turistas que hasta aquí se acercan todos los años, y de los miles de habitantes que viven en las inmediaciones del volcán.

Para aquellos que hemos dedicado años de nuestra vida a estudiar esta montaña, esta oportunidad es un sueño hecho realidad. Disfrutémoslo.