El baúl de Francisca Sánchez

Miguel Robles/Flickr

Miguel Robles/Flickr

Por Juan Pablo Sánchez Vicedo, @jpsVicedo

El año de Rubén Darío. No sé cuántas veces he leído que 2016 es el año de Rubén Darío, de Cervantes y de otros escritores que podemos venerar cuando queramos, sin ceñirnos al calendario. En enero el director de la Real Academia Española anduvo por Nicaragua ensalzando al poeta y aprovechó la ocasión para traerse un doctorado honoris causa y no sé qué medalla. No me parece mal que la gente viaje y reciba honores si, como es el caso, los merece, pero no dejo que la liturgia me distraiga. Me interesa la humana precariedad de los escritores.

Rubén desdibujaba con alcohol su aureola prodigiosa. Las resacas de los poetas no tienen nada de líricas, si nos atenemos a la pesarosa descripción de Juan Ramón Jiménez: "El alcohol lo idiotizaba, bebido era monstruoso, una especie de hipopótamo callado". Al hipopótamo lo obligó a casarse a punta de pistola un hermano de la Garza Morena, como definió Rubén a su segunda esposa. Hacía dos meses que había enviudado de la primera, con la que se había casado muy joven. Fue precoz en la poesía, en las relaciones, en los matrimonios y en la muerte; vivió tan acelerado que se estrelló o murió de sí mismo sin dejar de ser, a sus cuarenta y ocho mal llevados años, un niño grande. Sus padres, divorciados, se habían desentendido de él. Lo educaron sus tíos abuelos lejos de su Nicaragua natal. El padre lo obligó a llamarlo tío en vez de papá. En el fondo, Rubén no sabía quién era. Pudiendo tenerse por nicaragüense, chileno, argentino, español o francés, se quiso "ciudadano del mundo", expresión que en su tiempo no estaba tan manida, y se refugió en lo que llamaba "la patria del idioma", cuyos honores no lo hicieron feliz.

El príncipe de las letras, epígono de simbolistas, cónsul honorario, director de periódicos y arquitecto del Modernismo encontró la felicidad junto a una mujer analfabeta. Francisca Sánchez era hija de un jardinero de la Casa de Campo, donde conoció al poeta, al que amó con valentía. Arrostró la maledicencia de un entorno hostil a la libertad de las mujeres y aceptó convivir con aquel hombre casado que la alfabetizó amorosamente. Algunos amigos como Manuel Machado, Francisco Villaespesa, Valle Inclán y Amado Nervo le ofrecieron su sincera estima, aunque tal vez el apoyo más valioso entre los literatos, reforzado de complicidad femenina, fuese el de Emilia Pardo Bazán.

Cuando Rubén estaba con Francisca moderaba su alcoholismo. Se desequilibraba en ausencia de esa mujer sencilla y fuerte que lo sostenía en su neurótica inadaptación al mundo. En París, donde vivieron de la corresponsalía de Rubén para el diario argentino La Nación y algunas colaboraciones, los artistas amigos la conocían como Madame Darío y Princesa Paca. Aunque no se casaran merece considerarse la verdadera mujer del poeta, pues no hubo nadie que lo amase con la pasión con que ella lo amó.

La literatura debe mucho a algunas personas que jamás escribieron obra literaria alguna. Francisca Sánchez compró en París un baúl donde atesoró artículos, poemas, cartas y otros vestigios del paso de Rubén Darío por el mundo hasta que la cirrosis hepática se lo llevó. Era un baúl misterioso del que no se desprendió nunca y cuyo valioso contenido donó al Estado español. En los homenajes a Rubén alguien debería acordarse de ella.

Entre los tesoros del baúl había una carta escrita por Francisca a los pocos días de la muerte del poeta: "Mi Rubén, todo noble y grande, más grande que nadie, tenía sus gustos y sus rarezas, y por eso él hizo de mí la mujer que entendiera al hombre y no al nombre. Así, mi querido señor, nunca me di cuenta de ese nombre ni de la gracia de su inmenso talento. Sólo miraba al hombre, a aquel tatay a quien tanto quise y cuya frente acaricié siempre."

Siempre.