El resultado electoral y las consultas de Felipe VI

Felipe VI/Daniel Ochoa de Olza/Reuters

Felipe VI/Daniel Ochoa de Olza/Reuters

Por José Antonio Ibáñez de la Hoz, licenciado en derecho y traductor

Escribo estas líneas antes de que haya finalizado la segunda ronda de las consultas que establece el artículo 99.1 de la Constitución.

Es lugar común que las elecciones generales del pasado 20 de diciembre nos dejaron un panorama inédito desde la restauración de la democracia y la aprobación de la Constitución en 1978. Ningún partido, ni los tradicionales o “dinásticos” –léase PSOE y PP-, ni los emergentes, ni, por supuesto, los nacionalistas, regionalistas o locales representados en las Cortes Generales, obtuvo la mayoría suficiente como para poder gobernar en solitario, ni siquiera con el apoyo de algún pequeño o mediano partido para completar la mayoría legalmente establecida.

Esto supone que solo un acuerdo entre dos o tres de los partidos con mayor representación, con algún apoyo de los pequeños regionalistas, permitiría la formación de un gobierno estable. Desgraciadamente, la novedad de la situación y la falta de costumbre de pactos en nuestra reciente historia democrática nos ha traído a la actual situación en la que Felipe VI está ya en la segunda ronda de consultas con los representantes de los partidos políticos sin que éstos hayan comenzado las inevitables negociaciones para la formación de gobierno, lo que parece que puede conducirnos inevitablemente a una nueva convocatoria electoral.

El mandato de las urnas invernales ha sido claro, en mi opinión: los españoles no queremos partidos hegemónicos, y nuestros representantes políticos deberán pactar para que España tenga un gobierno. Esto supone que ningún partido puede imponer su programa, que deben producirse negociaciones en las que todos propongan, cedan y acuerden un programa de gobierno que intente sinceramente resolver los problemas que están en el tapete en este momento: la salida definitiva de la crisis económica, el problema del secesionismo catalán –y otros que pudieran venir-, una eventual reforma constitucional que garantice otros cuarenta años de libertad y democracia, y la reforma de la ley electoral, leyes sociales y pacto por la educación que sienten las bases para las siguientes generaciones.

Hasta el momento en el que escribo, la falta de altura de miras, los rencores y el oportunismo de tres de los cuatro partidos con mayor representación parlamentaria están impidiendo que se produzca acuerdo alguno y que se cumpla el mandato de las urnas. Únicamente Albert Rivera, líder de uno de los nuevos partidos, Ciudadanos, parece ser consciente de lo que está en juego y de lo que la ciudadanía española demanda a sus políticos. Ignoro si Felipe VI sabrá encontrar la solución adecuada, que podría pasar por esperar aún un tiempo para que fragüen las negociaciones, aunque para ello tengan que cambiar las cabezas visibles de los dos partidos tradicionales, o bien proponer a un candidato sin posibilidades para que empiece a correr el plazo constitucional de dos meses que permita que se produzca una nueva convocatoria electoral.

En este último caso, me da la impresión de que el resultado electoral nos llevaría a una situación similar a la actual. Por eso espero, deseo y exijo que nuestros políticos, los representantes elegidos democráticamente por la ciudadanía, sepan interpretar la voluntad popular expresada en las urnas y lleguen a un acuerdo que permita gobernar España y situarla de nuevo entre los países más importantes de Europa, como corresponde a nuestra historia.