El reinado de la indignidad

Por Ignacio Garicano Landa

Lo más negativo que los políticos están consiguiendo desde hace varios años, y muy especialmente desde las elecciones de diciembre del 2015, es que los ciudadanos traguemos diariamente fuertes dosis de indignidad. Como consecuencia de tanto tragar, el grado de inmunización que estamos alcanzando es tal que apenas reaccionamos ante sus nefastos efectos.

Prácticamente ninguno de los políticos que conocemos mantiene sus principios más allá de sus conveniencias cortoplacistas. El “donde dije digo digo diego” es el pan nuestro de cada mañana, tarde y noche. Los programas electorales son meras herramientas de postureo. Las declaraciones diarias acerca de lo que se piensa hacer, por qué y para quién, puras pompas de jabón de vida breve.

De izquierdas o derechas, constitucionalistas o no, separatistas, monárquicos, republicanos, del norte o del sur, obreros, funcionarios, profesionales o empresarios, la indignidad política va calando en nuestro espíritu y condiciona nuestro pensamiento político.

En general clasificamos estas indignidades en dos grandes grupos según quien las cometa. Por un lado están las de los políticos afines a nuestro sesgo ideológico y por otro las del resto. Ante las indignidades de ese resto, con independencia del color de nuestro partido favorito, solemos reaccionar de la misma manera: asombro, cabreo, incredulidad, palabras graves, predicción de funestas consecuencias… Sin embargo, ante las indignidades de “los nuestros” las reacciones ya no son tan parecidas.

Unos consideran la indignidad de “sus” políticos como una virtud, como una manifestación de fortaleza, de superioridad. Como un arma que debe ser utilizada al coste que sea con tal de conseguir un objetivo superior. Cada vez que es cometida, esa indignidad les llena de orgullo y les hace sentirse fuertes, vencedores. Otros valoran estas indignidades como si de un pecado venial se tratase, como una cierta habilidad, un símbolo de la astucia que está permitido usar para engañar al adversario y tomar ventaja. Cuando es cometida, una sonrisa hipócrita y condescendiente dibuja sus caras. Por último, un tercer grupo considera que la indignidad de los políticos de su cuerda merece castigo y les lleva a no votar, o a tratar de buscar alguna alternativa y rezar para ver si las cosas mejoran.

En cualquier caso, la indignidad política está durando demasiado. Ha gangrenado el sistema, envenado la convivencia, radicalizado a unos hasta extremos antidemocráticos y haciendo perder la fe en la democracia a otros muchos. ¿Cómo es posible que nuestros políticos, que seguro que lo están viendo, no hagan nada?

P.D. según la RAE - Decencia: dignidad en los actos y en las palabras, conforme al estado o calidad de las personas.