La enfermedad nacional

La alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena

La alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena Efe

Por Conrado Gallardo García 

Enfermedad. Esa es la palabra más precisa que me viene a la mente para definir el estado en el que se encuentra la conciencia de la sociedad española o, al menos, una parte sustancial de ella.

Creo que muchos españoles hemos buscado en la degradación y posterior putrefacción de los partidos tradicionales la causa de muchos de nuestros males en estos años de crisis en España. Pero no, definitivamente no, ellos no eran el origen de aquéllos, sino sólo y exclusivamente un síntoma más de esa enferma que es la moral en nuestro país.

Un síntoma no más evidente que el hecho de que hoy nos hayamos enterado de que la alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, haya designado como director de la sociedad municipal que gestiona la M-30, con su correspondiente generosa retribución, a un ingeniero con escasos años de experiencia cuyo principal mérito en su carrera profesional ha sido ser hijo de una candidata a las primarias de Ahora Madrid.

No voy a entrar en los detalles del asunto, uno más de tantos otros, ya que el deporte nacional de nombrar a personas objetivamente insuficientemente preparadas, cuando no directamente incompetentes (eso sí, con el carnet del partido en la propia boca o en la del amigo o familiar) para cargos de mayor o menor responsabilidad ha sido frecuentemente practicado con gran tesón y dedicación por los partidos tradicionales desde hace años. Me interesa más el fondo de la cuestión.

Y el fondo del asunto no es otro que estos comportamientos se siguen produciendo con mucha, demasiada, frecuencia en España, entre otras cosas porque siguen siendo vistos como normales y comprensibles por una gran parte de la población. Las frases “tú harías lo mismo”, “así funcionan las cosas en España” o “habría que verte a ti en esa situación”, por citar algunos ejemplos, que cualquiera puede escuchar en una charla de bar cuando surgen estos temas, definen perfectamente el estado cancerígeno de nuestra conciencia social.

Y el problema, además, es que hay metástasis, es decir, esta laxitud moral se extiende a todos los órdenes de nuestra vida diaria. Que alguien evade impuestos, “tú harías lo mismo”, que alguien engaña en el padrón para que su hijo acceda al colegio deseado, “habría que verte a ti en esa situación…”, por poner algunos casos.

La consecuencia de estas actitudes es una progresiva degradación de la escala de valores que rige en la sociedad. Valores loables tales como el esfuerzo, la experiencia, la formación, la cultura o la responsabilidad, entre otros, son sustituidos por cualidades o actitudes no tan deseables como pueden ser el “peloteo” o la pillería.

Un país con ese tipo de pensamientos tan arraigados, un país que designa a sus cargos de responsabilidad en función de quién sea tu padrino y no de los méritos que hayas demostrado para alcanzar un determinado puesto, un país en el que lo moral y lo inmoralmente aceptable es escasamente relevante en la toma de decisiones de mucha gente, es un país que no se respeta a sí mismo y que está abocado al más absoluto de los fracasos. Por eso urge actuar para cambiar esta clase de comportamientos de raíz y, para ello, la solución está tan cerca y a la vez tan lejos. Se llama educación.