El bosque digital

Por Juan Pablo Sánchez Vicedo, @jpsVicedo

Miguel Ángel Bastenier, periodista profesoral, tuiteó un día de estos: “Los periodistas de lengua española prefieren debatir responsabilidad social, ética, guerra y paz, a tratar de cómo se hace un periódico”.

Los periodistas de lengua española no discuten cómo hacer el periódico porque no tienen tiempo. Lo emplean en defenderse de los gobiernos o en escapar de ellos con vida. Los anglosajones, en cambio, disfrutan de una estabilidad política y una cultura de la discrepancia con las que se puede hacer periodismo. Los americanos son los campeones del oficio. El presidente de los EEUU no cierra periódicos, pero estos pueden derribarlo a él.

Cuando en España había franquismo, secuestros de publicaciones y hasta la voladura de un periódico (Madrid), los americanos llevaban toda su historia discutiendo cómo proteger la libertad de prensa frente a los gobiernos. Thomas Jefferson habría dinamitado el Congreso antes que una redacción. En vez de censurar los periódicos prefirió expurgar los Evangelios y reescribirlos durante su primer mandato, podándolos de milagros. El milagro verdadero era la propia existencia de los Estados Unidos de América. De Jefferson se recuerda la frase de que prefería un país con periódicos y sin gobierno a un país con gobierno y sin periódicos, “aunque eso lo dijo antes de ser presidente”, dicen que puntualizó el chistoso de Reagan. En el tardofranquismo, como decía, los americanos ya se habían aclarado y les sobraba jurisprudencia: “La seguridad de la nación no radica solo en las rampas de lanzamiento de cohetes nucleares. La seguridad está también depositada en el valor de nuestras instituciones libres”, proclamó el juez Murray Gurfein. La filtración a The New York Times de informes secretos derrotistas (los “papeles del Pentágono”) sobre la guerra de Vietnam desencadenó en los tribunales otra guerra que ganaron los buenos.

Aquí nuestros papeles del Pentágono fueron los papeles del CESID, con la misma confusión de intereses políticos y la mentira como coartada. Felipe González casi vietnamiza la guerra contra el terrorismo y Pedro J. Ramírez casi reinventa (habría sido una proeza) el Times. Fue el papel de El Mundo en aquellos años, aunque los periódicos de Pedro J. siempre tienden más a The Washington Post. El otro gran caso americano, Watergate, es en realidad el mismo caso viejo y reiterado en todo tiempo y lugar entre la prensa y el poder. Nuestro Watergate del felipismo, las escuchas a partidos de la oposición publicadas en 1983 por Diario 16, tuvieron un recorrido judicial breve e inútil pero dieron algún juego en la prensa. El exquisito portavoz de aquel Gobierno definió la información como “basura amarilla, producto de la descomposición intestinal”, definición divertida si tenemos en cuenta que antes el susodicho se había ganado la vida en el periodismo. ¿Para qué mencionar su nombre? Recordemos a quien lo merece: el autor de la información, el difunto José Luis Gutiérrez.

No es raro que en España un periodista fiche por un partido o se entregue para hacer carrera y colocarse de secretario de estado, ministrillo autonómico o cacique regional de la propaganda, a pensión completa como el ex jefe de la televisión gubernamental de La Mancha, que acaba de abrir un blog de gastronomía donde suponemos que explicará lo aprendido en restaurantes y hoteles. El último pelotazo de un periodista en la política lo acaba de dar en Cataluña otro fulano al que Artur Mas ha colocado de testaferro suyo en la Generalidad. El caso catalán ha dado mucho juego en este mismo periódico, donde Jordi Pérez Colomé firmó en septiembre un reportaje seriado, El libro negro del periodismo en Cataluña, digno de un premio en cualquier país donde el amancebamiento entre la política y el periodismo estuviera mal visto. Lo que está bien visto, o al menos tolerado, es cargarse a un periodista y a toda una empresa como en tiempos de la dictadura. Hemos visto pactos de editores enemigos de la libertad de prensa, cargas de plataformas digitales en las que no se hacían prisioneros, terremotos accionariales y avalanchas de endeudamiento, concentraciones de empresas y despidos masivos o selectivos, según las exigencias de la guerra que la política libra en el terreno del periodismo hispano.

En el devastado campo, no obstante, brotan nuevos periódicos que están formando un apretado bosque digital. Como no hace falta papel, las noticias vuelan más alto. Pasó el siglo en que llevábamos un diario doblado bajo el brazo, como una bandera a medio arriar. Hay que desplegarla en la plaza pública y aventarla sin descanso, que por algo el poder siempre duerme con un ojo abierto.