Oh, las rebajas

Centro comercial La Vaguada/Krista/Flickr

Centro comercial La Vaguada/Krista/Flickr

Por Montserrat García González

Acabadas las Navidades y reducida ya a brasas mortecinas la chispeante y encendida polémica acerca de los Reyes Magos madrileños, con su peculiar estilo “pop” o “naif”, llegan ¡las rebajas de enero!

Me acerqué con mi marido a La Vaguada, centro comercial veterano cercano a nuestro domicilio, diseñado por el arquitecto lanzaroteño César Manrique. En el centro, construído en los años ochenta, cada vez es más difícil adivinar la impronta del autor. Las fachadas y los espacios interiores han sido modificados en aras de un mayor consumo y con total desprecio a la idea original del artista. ¡Ay, si el gran César Manrique, ya fallecido, levantara la cabeza!

Llegamos a una hora de siesta, postres y café, y la afluencia de público era moderada. En las tiendas de ropa juvenil se oían músicas estridentes con ritmos machacones. No me resulta nada apetecible entrar en estos comercios. Si lo hago, suele ser en compañía de mi hija y deseo largarme cuanto antes. Son sonidos tan crispantes, y a un volumen tan excesivo, que no acabo de entender qué intenciones comerciales subyacen tras esa contaminación acústica. A ver si los inspectores de trabajo toman medidas para proteger a los empleados, que soportan durante toda su jornada esa terrible agresión a sus tímpanos.

Llegamos a nuestro destino: una óptica. Aunque también anunciaban “regafas” –nótese el juego de palabras- no había allí la vorágine consumista de otros establecimientos. Pero cuando salimos de allí, la tentación “rebajil” nos atrajo como un imán y acabamos en una tienda de menaje para el hogar con objetos monísimos. Al vert tanto color, tanto diseño, sentí que mis platos blancos de arcopal, vasos de nocilla, y trapos de cocina de felpa con el día de la semana impreso, estaban completamente pasados de moda.
No iba preparada para husmear entre las ofertas. El abrigo, colgado del brazo, me pesaba, la bufanda me arrastraba por el suelo en cuanto me despistaba; el bolso parecía de plomo y sentía que un hombro estaba más bajo que el otro; los pies me ardían dentro de las botas. Y, para colmo, llevaba un paraguas grande.

Temía dar un paraguazo a algún plato, o que la bufanda arrastrara los trapos de cocina de los estantes. Compré unas cositas y dejé a mi marido pagando. ¡Quería huir! Le esperé fuera, sentada, con todos los bártulos desparramados a mi alrededor.

Ya en casa, al calor de mi radiador, con los pies secos, desempaqueté cuidadosamente las tazas baratísimas y monísimas que van a alegrar mis desayunos. Tengo todos los armarios llenos. ¿Dónde narices voy a guardarlas? Sentada a la mesa de la cocina, cansada, pensé: “¿Pero quién me manda a mí ir a las rebajas?”