Los caprichos de la suerte: regalo para filofrikis

Flickr/Antonio Tajuelo

Flickr/Antonio Tajuelo

Por Guillermo Laín Corona, profesor en TAI (Escuela Universitaria de Artes y Espectáculos)

De rojo intenso la portada y publicada en noviembre por Espasa, estaba claro: regalo para Navidad. Se trata de una novela inédita de Baroja, rescatada por Ernesto Viamonte de una carpeta llena de polvo, como cierre póstumo de la trilogía Los saturnales. Pretendía Baroja hacer una serie de tres novelas sobre la Guerra Civil, pero solo publicó una en vida: El cantor vagabundo (1950). La segunda, Miserias de la guerra, no logró la autorización de la censura en 1951, y quedó sin publicar hasta 2006. Los caprichos de la suerte no llegó a terminarse. Por eso, el editor advierte de los vericuetos de su labor para “reconstruir algún pequeño tramo de la novela”.

He aquí la peculiaridad de esta obra. La contraportada la presenta como novela para el gran público, por su relación con la Guerra Civil, que tantos éxitos literarios ha cosechado en los últimos años. Sin embargo, es más bien una curiosidad de filólogo friki. Como texto inacabado, a quien realmente le sirve no es al lector de a pie, sino a quien quiere indagar en las entrañas de la maraña de la escritura de un autor. Por eso, a diecinueve con noventa el ejemplar, más le vale al lector curioso comprarse una edición de cinco euros de El árbol de la ciencia (1911), que es donde está lo mejor de Baroja y donde más le va a disfrutar. Es más: engatusado por la fanfarria del guerracivilismo y de novela inédita, lo mismo un alma de cántaro que quiere congraciarse con la literatura va, se gasta el dinero en Los caprichos de la suerte, y ¡se espanta!

Porque sí, en Los caprichos de la suerte se respira al Baroja real, y nosotros filofrikis (yo soy uno, lo confieso) flipamos cuando, por un poner, José-Carlos Mainer, grandísimo y admirado filofriki (no estoy siendo sarcástico: ¡maestro Mainer!), nos dice, en la introducción, que esta novela es una reescritura de otros dos relatos anteriores: El hotel del cisne (1946) y Los caprichos del destino (1948). Sin embargo, al lector corriente no debe de hacerle mucha gracia lo de que le falte “una última mano” (Mainer dixit). O sea, que esta novela es un quilombo. Por ejemplo, en ocasiones se repiten detalles ya contados en páginas anteriores, pero no como estrategia narrativa: se nota que Baroja se está repitiendo sin querer… ¡como si no lo hubiera contado ya!

Con todo, la novela tiene su intríngulis, como los divertidos toques de quijotismo. Al igual que el protagonista de Cervantes (¿Quijote, Quijada, Quesada?), el de Baroja tiene un nombre fluctuante: Luis Goyena, Juan de Oyarzun, Juan Elorrio. Además, buena parte del libro es el viaje a pie del protagonista desde Madrid a Valencia, donde embarca hacia el exilio en París. Este viaje es quijotesco no por las locuras del personaje (que no las hace), sino porque la caminata comienza con una primera salida, como salidas son las que Cervantes relata en El Quijote.

Aquí sale el relucir el Baroja más deudor del realismo, ya que la novela es un conjunto de retratos urbanos, de paisajes y de tertulias donde se habla de todo un poco y a menudo de la guerra. Y es que Baroja siempre fue de los menos vanguardistas del 98, y por eso Francisco Umbral lo tenía por tan garbancero e insoportable como Galdós. Umbral es que tenía estos prontos. Pero sí es cierto que en Los caprichos de la suerte Baroja redunda en su peculiar manera de contar sin florituras, centrándose en la acción. Así, la novela, escrita hacia mediados de 1950, no desentona en el boom del neorrealismo, y, bien mirado, las páginas de la caminata a Valencia tienen un algo del Cela del Viaje a la alcarria (1948). No es descabellado: Cela tuvo mucho contacto con Baroja antes de la muerte de este.

A todo esto, la guerra está más bien en segundo plano, por mucho que parezca lo contrario en la solapilla. Es el fondo del que se huye hasta Valencia. Es el tema de debate de los exiliados en París. Es el peligro que, luego, se cierne sobre esa ciudad (también se cuela en la novela la II Guerra Mundial). A veces, se le ve el plumero a Baroja, cuando ataca duramente a los republicanos y es más blandengue con los nacionales. En todo caso, lo que queda, como siempre, es el pesimismo barojiano: lo cruel de la guerra, la lucha por la vida. Ya lo dije antes: que es una versión descafeinada de las grandes novelas de Baroja. O sea: La lucha por la vida (1904).

Así que, lector, para rescatar a Baroja, mejor leer las obras de entonces. Los caprichos de la suerte, con todos sus logros, es más bien para filofrikis.