Los tibios no tienen lugar

Juan Medina/Reuters

Juan Medina/Reuters

Por Francisco Miguel Justo Tallón

España es un país extraño, lo amamos y odiamos en la misma medida pero no soportamos los matices. En los matices morimos de aburrimiento. Manda la sencillez de las categorías absolutas: todo o nada. En un país así, la política (que es la imagen especular de los votantes) ha dado en la encrucijada de verse sometida, por primera vez en su corta historia democrática, a la variedad frente al monocronismo. Ahora, la misión de los políticos consiste en interpretar el mensaje de las urnas; acostumbrados al blanco y negro del arco parlamentario, la nueva paleta cromática podría dar interesantes matices.El lío del que hablaba Rajoy es una oportunidad para la clase política: deben demostrar que están a la altura del electorado. Allí donde las matemáticas no dan la razón a la mayoría aparecen los números irracionales. La nueva política es un jeroglífico y el nuevo político debe aprender a traducir el acertijo.

Con un resultado similar al obtenido por Alberto Garzón, Julio Llamazares dimitió después de las elecciones del 2011. El joven político logroñés parece haber empezado demasiado tarde a darse cuenta de cuál es el principal objetico del discurso electoral: fijar al adversario. El adversario debe ser de carne y hueso, en ningún caso una idea o una colección de principios: ya nadie comprende qué es eso del capitalismo. Los electores queremos votar una realidad, Alberto Garzón ha errado midiendo las reglas del juego, posiblemente hubiera obtenido mejores resultados de no haberse presentado en todas las circunscripciones. El juego electoral nos da estas deliciosas paradojas. Izquierda Unida no ha sabido tomarle el pulso a la posmodernidad; mientras, Pablo Iglesias ha actualizado a Marx para que suene moderno como las olas y antiguo como el mar. La intransigencia del vallecano da la medida de su seguridad, ahora bien, no sabemos hasta qué punto el referéndum catalán es solo una estrategia electoral, aunque llegado el momento podría funcionar como le funcionó a Felipe González el referéndum de la OTAN.

La historia del PSOE empieza a parecerse a la decadencia del imperio romano narrada por Gibbon: en la endógena mecánica de los socialistas se encuentran las claves de su precaria situación. Desde fuera no vienen los peores ataques a los de Ferraz, en el núcleo de la formación se esconde su peor enemigo y Pedro Sánchez no sabe pilotar una nave que parece una hidra de mil cabezas.

Génova ha dado un volantazo al automóvil del discurso, se oyen ahora palabras como diálogo y pluralidad cuando antes el rodillo de la mayoría absoluta se permitía una terminología más libre, más procaz, más salvaje. Mariano Rajoy ha comprendido en los sofás de Bertín que la realidad es mucho más prosaica (más aún) de lo que se piensa en Moncloa. Si el PP logra investir a Rajoy con la abstención de PSOE y Ciudadanos asistiremos al verdadero final del bipartidismo. Pablo Iglesias, tahúr zurdo, aprieta las clavijas para empujar a los socialistas a darle un gobierno en minoría a Rajoy, de ahí su enconamiento con el referéndum catalán.

Albert Rivera se va desinflando porque detrás de la puesta en escena de Ciudadanos no hay una tramoya consistente, no hay un nuevo discurso, no hay una colección de propuestas originales, solo un fondo de armario con trajes clásicos bien planchados. Si bien detrás de Podemos tampoco se esconde la novedad, la formación morada ha sabido fagocitar el impulso de los indignados erigiéndose en verdadero líder de una izquierda en crisis perpetua, una izquierda que siempre parece estar reinventándose. La presumible abstención de Ciudadanos en la investidura de Rajoy parece una postura moral más que una apuesta por la estabilidad del país. Albert Rivera corre el riesgo de parecer tan de centro que termine por invisibilizarse, este es un país que no soporta la templanza, matamos toros y cantamos con quejío, los tibios no tienen lugar.