Comed malditos

EFE/Emilio Naranjo

EFE/Emilio Naranjo

Por Jesús Román Martínez

Comilonas de empresa, una o varias, nochebuena, navidad, fin de año… así hasta reyes. Si por algo se caracteriza un español, y ahí no hay hecho diferencial que valga, es por comer aunque no tenga hambre. En estas fechas pero también en otras: cumpleaños, aniversarios, semana santa, que hay torrijas. Ay, los heladitos en verano. Siempre tenemos un buen motivo para llenar la tripa aunque se haya pasado el día, la semana e incluso media vida sentado en el trabajo sin mover el culo para nada que no sea… bajar a tomar café. Y unas porras. O el aperitivo.

Cómo nos gusta comer. Y es normal, porque si a ese mismo español le hiciéramos la pregunta de rigor: ¿que tal se come en España?, es matemático que diría ¡sensacional! Como en España, en ninguna parte. Y acto seguido, sin necesidad de apurarle, emitiría el listado de delicias nacionales absolutamente incomparables: jamón, aceite, paella, fabada, ese choricito tan rico, un poco más de jamón pero esta vez que sea ibérico, las croquetas de mi madre… nada que ver con esas guarrerías que comen por ahí afuera. ¿Acaso alguien ha comido-comido en Londres? ¿Pero no están todas las francesas flacas?

Es verdad. Nos gusta tanto comer que cuando salimos de cena la mitad del tiempo lo pasamos comentando las excelencias gastronómicas de tal o cual local. Y aquellas habitas que nos comimos el año pasado. El besugo que cayó en San Sebastián. Ese pulpo con cachelos. Y nos agrada tanto que, por si fuera poco, atiborramos las televisiones y los papeles con concursos de cocina. Hoy, de hecho, si no tienes un amigo que es cocinero famoso es que no eres nadie. Porque un cocinero es como un torero de los de antes solo que con chaquetilla.

Los más leídos saben, además, que en España se practica desde tiempos inmemoriales la famosa dieta mediterránea. Eso es lo nuestro. Alimentos de la tierra, alimentos sanos, que no suben ni mucho menos el colesterol y que incrementan con cada cucharada la esperanza de vida. Así que ¿que más podemos pedir?

Aunque algo debe de estar fallando en nuestra ecuación “comida española = todo bondades” cuando tenemos unos de los mayores índices europeos de obesidad infantil. Cuando tanta gente lleva en la bolsa de la compra botecitos para beber que bajan el colesterol. Se venden centenares de complementos y suplementos que nos garantizan, o casi, ser más guapos, más delgados, más potentes. Y los gimnasios. España es la meca de las cadenas de gimnasios de bajo coste. Proliferan como las setas en un otoño que no sea precisamente este. Normal… después de navidades, ¿Qué harán miles de españoles? Por este orden: pesarse y apuntarse al gimnasio. He dicho apuntarse porque ir, la verdad es que luego irán poco. Incluso nada. Pero no importa porque también los periódicos publicarán para entonces montones de páginas con dietas detox, consejos para bajar los 4 ó 5 kilos que te habrán caído encima o, simplemente, otro cocinero de renombre (sí, el mismo villano que nos cebó unos pocos días antes) nos contará sus recetas ligeras. Y así, este círculo de comilonas, engordo, adelgazo, se repetirá año tras año, con cada semana santa, navidad o verano.

A estas alturas, cualquiera habría caído ya: ni el gimnasio, ni las dietas raras ni los artículos de prensa bienintencionados sirven para nada si nos empeñamos en cebarnos. Como si tuviéramos hambre ‘de la de verdad’. Como si fuera a venir una guerra. Cuando está claro que lo único razonable es no comer más de lo que uno necesita.

Por cierto, ¿alguien sabe donde venden un roscón de reyes que esté bueno de verdad?