Nous sommes tous Paris et la France

Jorge Zapata/EFE

Jorge Zapata/EFE

Por Manuel Peñalver Castillo

En francés y en español. En inglés y en alemán. En chino y en ruso. En cualquier lengua, todos somos París y Francia. La noche del viernes 13, el terrorismo yihadista, las balas asesinas de los «kalashnikov» y los explosivos de los cinturones de ocho fanáticos del Estado Islámico acababan con la vida de ciento treinta personas y herían a muchas más en unos atentados, donde la barbarie fue la violencia salvaje que enlutó la paz, la concordia y la alegría del otoño en la capital cultural del mundo. El estadio de Francia, el restaurante Le petit Cambodge, el bar Carillon, el bar La Bonne Bière y el restaurante La Belle Equipe fueron los lugares que los asesinos habían convertido en objetivo de sus maldita traición.

Pero fue en el Bataclan, el templo del rock, situado en el bulevar Voltaire, adonde dirigió las velocidades de la muerte, el miedo y el pánico el Volkswagen Polo, de color negro. Disparos, gritos y explosiones en la actuación del grupo Eagles of Death Metal. El tiempo de la tarde, hasta entonces esperanzado en el hermoso color del ocio y la diversión, se truncó y cambió el semblante. El mar en calma se agita, las ráfagas de las armas siegan las ilusiones y las sonrisas se hielan en la tragedia provocada por unos desalmados, sin más patria que el odio. El olor a muerte sale de las pistas de Bataclan como viento que, escondido y ciego, no sabía decir qué es lo que estaba pasando. Voces con funestos presagios, memoria hecha llanto, minutos que los criminales de Daesh (ISIS o EI) hacen inacabables en la otra orilla del destino.

La sinrazón sembró de cadáveres el sendero que la juventud había elegido para oír la música favorita: aquella que es sinónimo de libertad en la referencia universal de la igualdad y la fraternidad. El Sena llora y el llanto se hace pena en las aguas que, hasta ese momento, bajaban como metáforas de libros que habíamos comprado para no olvidarlos nunca, por haber sido París la sabiduría que perdura. Ni el sol ni la luna pueden brillar entre tanta sangre derramada. En esa noche rara ni siquiera acertamos a preguntarnos por qué el himno en que consisten las libertades fue tiroteado con tanta perversión y con tanta vileza. No encontramos la respuesta, porque no está escrita en ninguna página por diferente que sea.

Ni en la misma alcoba del silencio pueden hablar las palabras como tantas veces lo han hecho en la eterna presencia de la historia. Una copa de bourbon y un cigarrillo no pueden mitigar la pena en la letra cursiva de la mitología que escudriñamos buscando los orígenes de la literatura hasta convertir en inalcanzable la sinestesia del dolor. Un día tras otro, nos seguiremos despertando con los ojos llenos de lágrimas y pensaremos que el alba no es ya el paisaje del amanecer, sino la lluvia que empaña los cristales por los que veíamos la luz. Ni siquiera un gin tónic de Larios en su posición vertical enciende la llama de la esperanza como otras veces había ocurrido. Al bajar las escaleras, que conducen al andén, para coger el metro madrileño, miraremos de reojo para percatarnos de que, a nuestro alrededor, no hay ninguna bolsa sospechosa ni ningún AK-47, secretamente oculto. Los pensamientos y los hechos no deben parecerse; mas, de manera inconexa, el miedo nos rodea como oscuridad que hace borrosa la fotografía que se sumerge en la prosa destruida.

En Irak y Siria está la cadena de mando de los extremistas islámicos. A medida que pasa el tiempo, el monstruo engorda y su financiación crece por diversas vías. ¿Hay soluciones inmediatas? Kurdos y cristianos han sido degollados como muestran las terribles imágenes que, al verlas en internet, han herido todas las sensibilidades. No existe sintaxis del corazón que soporte este cáncer y esta metástasis. Un canto a la esperanza es necesario para seguir viviendo en la espuria grafía de la amenaza.

La libertad, esa hermosa métrica que hicimos nuestra como irrenunciable don, tiene que mirar hacia adelante con la convicción de que su firme nombre nadie puede cuestionarlo y, menos aún, ponerlo entre paréntesis. El instante infinito de un verso de Neruda vuelve a ser la verdad que anhelamos para encuadernar entre rimas el mejor homenaje que podemos hacer a las víctimas. El terror no puede proyectar sus siniestras sombras en los hexámetros que aprendimos en aquellas miríficas aulas de Filología Clásica. Seguimos callados unos instantes. Las manecillas del reloj se mueven, no obstante. La tristeza nos inunda como una ola rebelde. El «heavy metal» en el Bataclan ya no suena lo mismo. La pesadilla sigue inmóvil en su abstracción.