"Ya he llegado a París, todo bien. Os quiero"

Christian Hartmann/Reuters

Christian Hartmann/Reuters

Por Lucía Hernández Heras

Hoy me iba a comprar chicles en el Duty free para que no me dolieran los oídos en el momento del aterrizaje, hoy iba a pasar mi maleta por el control, a suplicar por que no me tocara en el asiento de al lado el típico vecino que ronca y habla en sueños. Hoy iba a ir al baño antes de embarcar por si las moscas, iba a escuchar a los Beatles durante el vuelo, a santiguarme antes del despegue. Hoy iba a ver el mundo desde arriba, a mandar un mensaje a mis padres al llegar contándoles que todo ha ido bien. Hoy iba como turista a una ciudad con la esperanza de sentirme como en casa, hoy me iba a París. De hecho, a estas horas ya estaría ahí. Nuestro avión salía a las once de la mañana, doce horas después del inicio de la tragedia. Mis amigas y yo decidimos no ir antes de que cerraran las fronteras. “Si hace falta te pago yo el viaje”, me dijo mi madre, temiéndose lo peor.

Ni siquiera pensé en el dinero perdido, ni en el imán que ya no podría poner en la nevera, sino en esos padres que, como habrían hecho los míos, estarían en vilo al lado del teléfono, aguardando una llamada que trajera buenas noticias. Ciertamente, si yo hubiera estado en París, creo que me habría pillado en el cine, antes que en el Bataclan- soy más de la Nouvelle Vague que del Rock Francés-, pero estos sucesos siempre te hacen pensar…¿y si el avión hubiera salido ayer? ¿Y si el partido hubiera sido hoy? A los veinte años seguramente no te haces tantas preguntas como a los cincuenta pero empiezas a ver a ver los días distintos a como los veías cuando tenías trece.

Lo peor es la impotencia, el saber que tú no cuentas nada en un mundo que nos abruma, en una realidad que, por momentos, parece castigar a quemarropa a los que no se lo merecen y salva a los que se creen en poder de la verdad y de la justicia. Te sientes como un barco que navega a barlovento, como una hormiga en un mundo de gigantes, como un fantoche de pacotilla del que se ríe el público más por pena que por asombro, en una obra que no tiene fin. En ocasiones, tu presencia en este planeta se parece a la del chico al que sus compañeros siempre eligen el último en los grupos de clase, a la de Gregor Samsa en la historia de Kafka, a la del propio Kafka en su lucha contra su padre. Y, entretanto, otros matan a sangre fría dispuestos a enfrentarse a tirios y troyanos, justificando sus acciones ante un ser superior, como diciendo “yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo”.

No sé qué va a ser de este degolladero que algún día fue la humanidad, solo que hoy al único al que escucharé roncar será al vecino de arriba cuando se eche la siesta y que hoy he tenido que deshacer mi maleta en la cama donde ayer la hice, con el deseo de que algún día pueda escribirles a mis padres: “ya he llegado a París, todo bien. Os quiero”.