Domingo de motos

Por Manuel Mañero

Sólo dos acontecimientos a lo largo de la historia han logrado congregar sin adversativas a las familias del mundo: uno, la victoria en el añadido de Estados Unidos ante la URSS en julio del 69, triunfo para el que los rusos todavía reclaman el ojo de halcón. Otro, el paranoico desarrollo de las últimas 30 vueltas del Grand Prix –lo prefiero a Mundial- de motociclismo en Cheste.

Dicen que sólo mueve masas el fútbol, y que además son masas violentas y amorfas que sólo se reservan para la muerte: pero a los futboleros les queda el consuelo de saber que estos cuchicheos a menudo vienen de seguidores enfrascados en otras modalidades que en días como este último de motociclismo, con toda la sangre por repartir, no conciben nada más golpista que mirar por encima del hombro a los aficionados temporales. Esa temporalidad, derivada sin duda del tempus fugit conocido y otro tanto del perturbador carácter caduco de la propia vida, hizo que algunos españoles se sentaran a ver Telecinco preguntándose si Alonso iba a salirse esta vez en la segunda vuelta o la tercera.

Porque, no nos engañemos, para odiar somos únicos y no nos importa el porqué. El desenlace de la temporada de motociclismo sirvió a tres masas enfrentadas la maravillosa excusa para captar adeptos en la hora de la comida, maizal del que se han servido en otras ocasiones el tenis o el baloncesto, con imponentes resultados de share derivados: antes se decía que el share lo engrosaban paradójicamente quienes tenían la tele de fondo sin importarles mucho el contenido mientras apuraban con su runrún tareas más edificantes, como pasar la mopa o montar un puzzle de diez mil piezas de los ángeles de la Capilla Sixtina: ahora es al revés, suman números quienes no saben apenas resintonizar los canales para ver cómo va el libro de la Esteban o si a alguien se le va la moto en una curva, que es a lo que hemos venido.

La victoria final de Jorge Lorenzo sobre Valentino Rossi, con el eje del mal, Marc Márquez, cubriendo la Ruta 66 por su cuenta y riesgo, ha hecho más por la conciliación familiar en 50 años que el convenio laboral más abierto del mapa –todavía un eslabón perdido-.

Una vez preparados para repartirse y enfrentar impertinencias altivas de experto y sufridos comentarios sobre la bocina de cada derrape del tipo “¿Emilio Alzamora cómo va?” se dispuso el espectáculo sin más al servicio de lo esperado: biscottito italiano y arreglo español para que Lorenzo subiera a lo más alto del cajón a llorar de emoción su tercer Mundial de MotoGP, paso previo a los compases del himno -tres rojigualdas, hijas de la de Colón, sobre el podio: por él, Márquez y Pedrosa-.

Las postrimerías de la celebración tuvieron el recorrido justo para que no se solapara el vermú con el café, aunque Telecinco luciera esta vez menos cintura que Antena 3 y programara Armageddon en lugar de alguna filfa navideña light. Con los seguidores de Lorenzo y Rossi mascullándose insultos con sólo un lado de la boca –porque los fans de las disciplinas que excluyen al fútbol se insultan, pero poco y a la espalda- saltó el seguidor medio (desvirtuado en días como este) con su hipocalórico “ha estado divertido, ¿verdad?”. Que es algo similar a lo que Dixon habría dicho a su colega Brezhnev tras el teatrillo del Apollo 11.