El clan Pujol y sus nefastas consecuencias

Por José-Tomás Cruz Varela

Verdaderos e inútiles ríos de tinta se han vertido glosando la presunta y repugnante corrupción del clan Pujol y total sequía de declaraciones sobre aquellos que lo han consentido, fomentado y tolerado a lo largo de décadas, otorgándole a esta poderosa familia una impunidad de la que nadie ha gozado a cambio de unos escaños para poder gobernar, aunque fuese tapándose la nariz y ejerciendo de sordos y ciegos.

Afirmar que en España todos somos iguales ante la ley constituye un descarado insulto y una sandez en toda regla. Hasta el momento, ni un solo miembro de la citada y distinguida familia ha pisado la cárcel. No es de recibo que muchos de nuestros políticos utilicen el término “justicia” reiteradamente y casi a diario aparezcan en los medios nuevos casos de apropiaciones indebidas, cohechos, prevaricaciones y otras corruptelas demostrando todo lo contrario, si bien, como todos sabemos, cuanto más se roba, más crece la avaricia.

El verdadero problema de la corrupción del nacionalismo catalán estriba en su antigüedad y lo triste es que cuando la comisión del delito es continuada, termina interpretándose como algo consustancial y natural, y por ende deja de interesar con el agravante de que los beneficiados siempre son los mismos y con la colaboración de una pléyade de cómplices necesarios, cuyo número es muy superior al estimado aunque con mordidas más discretas y controladas por los capos.

Lo que resulta de todo punto incomprensible es que este colectivo de indeseables continúe siendo considerado por parte de muchos catalanes como auténticos protomártires de la perfidia del Gobierno español. Todo un atentado contra el sentido común y una afrenta para los ciudadanos. Nadie ignora lo difícil que resulta que un rico ingrese en la cárcel. El potentado está por encima del bien y del mal, y si además ostenta un cargo en la Administración, mucho más, lo que justifica entre otras razones la desafección y baja calificación de la clase política en todos los sondeos de opinión, cuyo desprestigio ha sido ganado a pulso y merecidamente.

Situaciones como las comentadas son las que generan una tremenda desconfianza en la ciudadanía, provocando que acudamos a las urnas casi por obligación y cargados de prevención, rogando, cada uno a quien sepa y pueda, que por lo menos triunfe en los comicios el partido con menos sinvergüenzas entre sus candidatos.

Ahora, ya solo resta soportar cuarenta días con sus correspondientes noches de insufrible paliza electoral, y lo único que nos mantendrá interesados es la incertidumbre reinante sobre el resultado, aderezado en esta ocasión con la irrupción de los llamados partidos emergentes. Para muchos políticos y su prole, la fecha del 20-N, si el voto no ha sido propicio para su formación, les esperarán posiblemente una de la navidades más amargas de sus vidas. Adiós a festejos, adiós a regalos, adiós al que no falta de nada, y quizá, a la mañana siguiente, el taciturno político a quien ya nadie envidiará ni reconocerá, en lugar de escuchar al conserje el consabido ¡¡Buenos días, don Luis!!, el saludo se convierta en un ¡¡Qué putada, Luisito!!