Los temporales de otoño

Ian Sane/Flickr

Ian Sane/Flickr

Por Carmen Millán

Estoy en un banco del parque disfrutando de la solazada lectura en las postrimerías de la tarde de un día de noviembre, en esa preciada soledad que hoy comparto con Milan Kundera, abstraída de la realidad que me rodea. Apenas si percibo que alguien se ha sentado junto a mí, es al levantar la mirada de las líneas cuando me topo con un rostro aristocrático, el de una mujer de edad indefinida, lo mismo podría tener 50 que 500 años, sus ojos, de un profundo color castaño, se encuentran enmarcados por innumerables surcos que confieren a su mirada la serena belleza de la madurez.

- Buenas tardes.

- Buenas tardes, joven. No quería interrumpir su lectura, parecía Vd. ensimismada en ella…

Apenas unos minutos después me encuentro inmersa en un agradable soliloquio que no adivino a entender cómo ha dado inicio, sintiéndome una involuntaria, aunque privilegiada, espectadora.

-Soy hija de dos titanes que, con esfuerzo, me trajeron a la vida otorgándome la mayor dote que nadie haya podido desear. Crecí fuerte, ostenté un poder casi ilimitado y tuve hijos – sus ojos se cubren por un tenue velo de melancolía - . De algunos me enorgullecí y de otros no tanto, llegaron a pelearse entre ellos causándome un dolor profundo, comparable al que se siente al parirlos cuando te desgarran las entrañas y una parte de ti muere para vivir en otro cuerpo. Los hijos de sus hijos aún siguen en pugna, reprochándose los pecados que sus padres cometieron cuando ellos no habían nacido si quiera y así siguen: rivalizando por encontrarse unas heridas ya restañadas, no hubo ni víctimas ni verdugos, sino hermanos matándose y matándome a mí, lenta y cruelmente.

Dilapidaron luego la riqueza de la familia, arrastrándola en esa obscena orgía de avaricias hacia las profundidades del averno. Y más tarde fue el Dr. Ortega… algo… discúlpeme joven, si no recuerdo bien el apellido, la edad no perdona y yo empiezo a experimentar el desgaste propio de un organismo maltratado - apunta en tono de excusa -, quien me diagnosticó una enfermedad degenerativa. Algunos de mis hijos, escépticos, dijeron que exageraba, otros lo asumieron con una resignación displicente. Incluso hoy, ya ve usted, quieren amputarme un brazo por consejo de otro médico, el Dr. Más se llama, ante la absoluta y pusilánime inactividad de mis hijos... – un rictus de amargura se instaura en su rostro que percibo, inopinadamente, avejentado -. No me duele, no tengo ninguna patología que indique que es necesaria la amputación, pero el médico insiste y ellos callan”.

Creo que ha llegado el momento de presentarnos y es cuando tímidamente, pues no quiero poner fin a ese discurso, le pregunto su nombre tras darle el mío.

- Esp… Esperanza, puede usted llamarme Esperanza, hija de Fernando e Isabel a quien apodaban "Camisa Vieja" – sonríe con la mirada, irisada en miel, que refleja el amor filial que una vez profesara hacia su madre -.

Unas pesadas gotas, empiezan a caer del cielo, encapotado y plomizo, vaticinando que pronto se desplomará a raudales y le sugiero acompañarla, es peligroso caminar sobre baldosas resbaladizas y está empezando a anochecer.

- ¿A casa?. No, joven, no se preocupe, estoy acostumbrada a los temporales, bien sabe Dios que algunos ya he sufrido saliendo airosa, un poco de agua no hace daño y a peores envites he sobrevivido… me gusta ver llover en otoño, especialmente cuando lo hace con violencia, una es, entonces, consciente de la insignificancia propia –concluye con un desvalido tono que rezuma tristeza -.

No sé si es resignación o si obedece a algún tipo de trastorno, aunque no me ha dado la impresión de que la Señora no esté en sus, más que ciertos, cabales. Le ofrezco mi paraguas, vivo cerca y estaré en casa en un par de minutos, con suerte, antes de que la llovizna se convierta en una tupida cortina de agua helada, lo coge y me despido deseándole, de corazón, que todo salga bien.

Es al llegar a la esquina cuando me vuelvo para contemplar la solitaria imagen de una majestuosa anciana, sentada en aquél banco del parque bajo mi paraguas, mientras me pregunto qué tipo de hijos permiten, indolentes, semejante sufrimiento y soledad en una madre que antes lo dio todo por ellos abandonándola a una suerte incierta bajo este temporal de otoño.

“Quien deja de ser amigo de mi Patria deja de serlo mío. España no lidia por los Borbones, ni por Fernando. Lidia por sus propios derechos. Derechos originales, sagrados, imprescriptibles, superiores, e independientes de toda familia o dinastía. España lidia por su religión, por su constitución, por sus leyes, sus costumbres, sus usos… En una palabra: España lidia por su Libertad.”

(Gaspar Melchor de Jovellanos).