Amaxofobia

Por Montserrat García

Hace ya unos cuantos años me enteré de que mi manía o aversión tenía nombre: amaxofobia, y me sentí importante, porque lo que me pasaba se consideraba en cierto modo trastorno psicológico y le habían puesto un nombre de raíces griegas -ámaxa (carro) y fobia (temor)- que sonaba muy “exclusivo”, como diría un vendedor de productos de lujo.

La realidad es más sencilla: como habréis intuido por la etimología de la palabra, tengo miedo a conducir. Acabé mis estudios y eché a perder mis primeros y escuálidos sueldos pagando tasas y clases sin fin en la autoescuela hasta que, a la quinta intentona, superé el examen práctico de conducir. Ese día iba cargada de tila y no tuve que aparcar.

Podría culpar a ese profesor menudito, dicharachero y borrachín de mis actuales temores. Ese profesor que en el segundo día de prácticas se metió un gin tonic en el cuerpo en las cercanías del hipódromo y al que se le trababa patéticamente la lengua al darme las instrucciones para volver. ¡Cosas de la edad y de la inexperiencia! Seguí con ese instructor aunque nunca volví a ir sola con él en el vehículo. Íbamos por parejas, al caer la tarde. Al juntar dos clases, los recorridos eran mayores, salíamos del barrio y nos internábamos en oscuras carreteras comarcales, pasando con precaución por la famosa curva donde, de repente, según las habladurías, una chica misteriosa se aparecía haciendo auto stop. En cualquier bar de carretera él ingería su particular gasolina alcohólica.

Podría culparle, sí, pero yo lo pasaba bien en todas esas excursiones y la verdad es que sospecho que la mayoría de sus alumnos actualmente conducen sin dificultades. “Cualquier tonto sabe conducir”, me decía mi tío. “Hasta mi mujer ha aprendido”, apostillaba con malicia. Quizá sea demasiado lista para conducir, pienso en un vano intento de consuelo.

Cogí un poco el volante de un Ford Escort de segunda mano durante el viaje de novios hasta que, en una carretera pirenaica, me vi detrás de un rebaño de ovejas que invadía media calzada sin inmutarse lo más mínimo.

-¡Adelanta!-me instaba mi marido- Tienes sitio suficiente, no viene nadie por el otro carril. No hay problema.

-¡Adelanta tú! –le respondí mientras paraba el coche. Le dejé el Ford todito para él y me senté en el puesto de copiloto. Para siempre.

En el fondo sé que nunca he disfrutado conduciendo, que me saqué el carnet porque todo el mundo lo hacía, para demostrarme que lo podía conseguir. Pero no tenía sentido experimentar ese nerviosismo ni ese miedo al coger un coche. ¿Para qué torturarme sin necesidad? No he intentado “curarme”. Vivo bien sin conducir. Camino mucho más que el común de los mortales, uso el transporte público y, en caso de mucha necesidad, cojo un taxi. Y en los viajes familiares conduce mi querido esposo.

Ya ni recuerdo dónde está el embrague ni el freno. Mis hijos me han relegado al asiento trasero porque no sirvo ya ni de copiloto. Pero, tontamente, sigo renovando el carnet de conducir.

-¿Te pones las gafas al conducir? –me preguntaron en la revisión médica.

-Mira. La realidad es que no conduzco desde hace 25 años pero renuevo el carnet para tener la reserva de puntos. Por si acaso.

-En fin, si decides volver a conducir, ponte las gafas.

Si me hicieran ahora nuevamente el examen práctico, no me permitirían ni coger un coche de choque en las verbenas. ¡Tranquilos!, seguiré con mi amaxofobia –cómo me gusta la palabra- y no interrumpiré vuestro circular por calzadas y carreteras. Sería un auténtico peligro.