Cataluña o la sombra de Ortega

Diputació de Barcelona

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Por Daniel Ortiz Guerrero

Los republicanos habían acordado en el Pacto de San Sebastián que a cambio del apoyo de los catalanistas a su causa, una vez España fuera una República, se aprobaría en las Cortes un Estatuto que dotara de autonomía a Cataluña.

No todos los republicanos estaban de acuerdo con el texto estatutario que finalmente se aprobó una vez España fue republicana. El Estatuto de Nuria fue objeto de un acalorado debate en el parlamento, en el que el gran filósofo José Ortega y Gasset no dejó de advertir de lo innecesario y peligroso que iba a ser el camino de concesiones iniciado por Azaña y otros republicanos de izquierda. Lo sucedido en octubre de 1934, cuando Companys actuó con una descarada deslealtad hacia el gobierno de la República, no hizo sino dar la razón al autor de La España Invertebrada tan solo dos años después.

Buena parte del error de los años treinta se vio repetido en 1978 y en los años posteriores, en los que fueron paulatinamente aprobando los Estatutos de Autonomía de las diferentes regiones. Sin embargo, en aquel caso pueden ser disculpados por el hecho de que la generación de Adolfo Suárez pecó de ingenuidad al pretender que, superado el trauma de la Guerra Civil, e incluyendo a los nacionalistas catalanes en el proceso constituyente, todos actuarían con la debida lealtad a partir de entonces. De nuevo la sombra de Ortega volvió a planear sobre la conciencia política de España, y personajes relevantes de la época como Josep Tarradellas advertían ya en los años 80 de la deriva que estaba tomando la Cataluña autonómica, en la que Pujol y los suyos estaban instaurando “una dictadura blanca” que los convertía en intocables.

Lo sucedido en los últimos cinco o diez años en Cataluña no ha sido, como pretenden algunos, un movimiento popular espontáneo causado por unos inexistentes agravios del resto de España a Cataluña, a su cultura, a su lengua o a su industria. Ha sido un movimiento orquestado desde el poder, valiéndose de organizaciones camufladas de la sociedad civil como Ómniun Cultural, Catalunya Acció o la ANC. Desde el poder se ha manipulado la historia en los colegios (todos hemos visto las escandalosas diferencias en los libros de texto de Cataluña con respecto a los de otras Comunidades Autónomas) e impuesto una lengua con el objetivo de ir eliminando paulatinamente el español del espacio público.

El resultado de esta política es el clima actual de una falta de libertad asfixiante para una democracia. Es cierto, no se encarcela a quien piensa diferente, pero se le condena al ostracismo. Un grupo de independentistas sale a atemorizar a una familia en Balaguer por el delito de pretender que una parte de la educación de sus hijos sea en español, la lengua mayoritaria en Cataluña. Una niña de siete años es agredida por sus compañeros por llevar a clase un escudo de España. Los empresarios que manifiestan su desapego al proceso independentista son excluidos de la contratación pública y condenados a la muerte civil. Incluso el más ilustre dramaturgo catalán de las últimas décadas, Albert Boadella, ha tenido que irse a Madrid a causa de la presión nacionalista.

Estos son sólo algunos ejemplos de lo que los sucesivos gobiernos de la Nación han tolerado que ocurra en esa región española. Y ya no tienen la disculpa de la ingenuidad que exculpaba a la generación de la Transición. Ortega vuelve a señalar con el dedo a Zapatero, a Rajoy, a Sánchez y a todos aquellos que piden más concesiones al nacionalismo con el objetivo de apaciguar los ánimos exaltados del proceso separatista. Es el llamado “complejo de Chamberlain”: ceder una parte de nuestra libertad, a cambio de mantener la paz y que el problema le caiga a la siguiente generación. No. No. Y No. La única solución posible es un gran pacto transversal, de fuerzas nacionales de todo signo político, que imponga la cordura, restaure la libertad y elimine el odio de la educación y de la subvención pública.