La irresponsabilidad de los jueces de taberna

Por Antonio Galván González

Los tópicos suelen asemejarse más a las caricaturas que a los retratos. Tienen un carácter desfigurado en el que se acentúan en exceso los aspectos que ya resaltan incluso en el retrato, o en uno de esos juicios vaporosos que dictan aquellos que abjuran del análisis exhaustivo y del estudio sosegado de los casos, las personas y sus conductas.

En España, por desgracia, somos muy dados a ese tipo de sentencias, a los juicios basados en el siseo de la masa, al puño en la mesa y el voceo desde la barra de una tasca de barrio o de una de esas taberna virtuales en la que se han convertido las redes sociales.

Basta afiliarse a uno de esos grupos que se conforman “a favor” o “en contra” de cualquier tema susceptible de ser discutido para poder escupir tópicos dañinos, lanzar pedruscos dialécticos o cavuchear una zanja que separe a los acérrimos de las múltiples Españas que se configuran en torno a cualquier debate político, deportivo, económico, cultural, moral e incluso del ámbito de lo más puramente cotidiano o intrascendente. Estamos enraizados en una sociedad cada vez más embrutecida, que tiende a optar antes por el palo y tentetieso que por abrazar la mano del otro para comenzar una reunión en torno a lo que es común a ambos, y no sobre las diferencias que siempre habrán de existir entre distintos individuos o grupos humanos.

No es malo diferir, discutir, ni enfrentar opiniones contrapuestas. Pero es horrible ser sólo capaces de hacerlo de mala manera, sin respeto ninguno hacia las opiniones contrarias ni hacia quienes las proclaman, y con el mero afán de demostrar una supremacía testicular que jamás condujo a nada.

Este modo de proceder conlleva casi siempre una disolución de la esencia del tema objeto de debate, con la consecuente extensión de lo más superfluo e intrascendente, de aquello en torno a lo cual es más fácil discrepar desde la ignorancia del que se mete en honduras epistemológicas para las que no está preparado intelectualmente.
Todo el mundo tiene la libertad de aventurarse a esgrimir argumentos en cualquier disquisición sobre uno u otro tema. Pero hay ciertos debates en los que todos deberíamos tener la humildad de no entrar si no estamos lo suficientemente preparados, informados, o si el asunto no alude a una realidad que nos toque tan de cerca como para abrirnos las entrañas.

Viene esto a cuento, fundamentalmente, porque durante las últimas semanas ha habido una familia y un grupo de profesionales de la medicina –y, también, de doctores en leyes- sufriendo ante una realidad indeseable para la que cada uno de ellos –todos con las mejores intenciones- encontraron una resolución distinta. Y viene a cuento porque, ante una familia que, desesperanzada, decide dejar ir a una joven criatura nacida de su seno, ante unos médicos que dudan acerca del dictado de su código deontológico y de cual ha de ser su praxis en el caso, y ante un poder judicial que ha de lidiar con la difícil papeleta de dirimir diferencias entre personas que, desde distintas posiciones, quieren lo mejor para esa vida que se apaga poco a poco; ante todo eso, ha habido mucho ignorante e insensible que se ha aventurado a juzgar a unos u otros, sin tratar de ponerse en el lugar de aquellos que sí saben sobre la realidad científica, médica y jurídica que compete a una vida, y lo que es aún peor, sin tratar de ponerse ni por un solo segundo en la piel de esos padres que sí están sufriendo. 

Quiere esto decir que, también en los parlamentos que se conforman en bares, tertulias y debates de salón –y, por tanto, no sólo en las tan denostadas Cámaras Alta y Baja- habría que hacer acopio de buenas dosis de responsabilidad, humildad y humanidad antes de pisotear la dignidad de nadie que se halle en una encrucijada moral, profesional o sentimental, tan tremendamente compleja como a la que se han tenido que enfrentar una serie de profesionales médicos y jurídicos, y los miembros de una familia que van a tener que sufrir el que, probablemente, es el dolor más desgarrador que puede experimentar un padre o una madre, el de la pérdida de uno de los seres humanos que ellos mismos han concebido.