Desfile a la sombra de un rey

REUTERS/Susana Vera

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Por Luis Sánchez-Merlo

El centro de operaciones del desfile militar, con ocasión de la fiesta nacional, estaba este año a la altura de la Plaza de Neptuno, ese lugar de culto para los atléticos en el que últimamente festejan un título tras otro. Esta vez, la celebración de la en su día mal llamada ‘fiesta de la raza’ ha tenido algunas notas distintivas respecto de ediciones anteriores.

El ejército español sigue dando ejemplo de profesionalidad allí donde le toca estar. Se ha ganado a pulso el prestigio inter pares y el reconocimiento de aquellos que se han beneficiado de las múltiples tareas que acomete, desde extinguir incendios en Cataluña, a rescatar cadáveres en Nepal, participar en misiones de paz en Líbano o Afganistán, garantizar la seguridad del tráfico marítimo y monitorizar la actividad pesquera en Somalia o instruir tropas en Irak. Siempre en zonas de conflicto y con bajas lejos de casa.

En la mañana soleada de Madrid, los acordes de La muerte no es el final, el himno que honra a los caídos -170 en misiones internacionales- se escuchaban con respeto y pelle d’oca, imprimiendo solemnidad de memorial al toque de oración: 

‘Cuando la pena nos alcanza, por el compañero perdido. Cuando el adiós dolorido,
 busca en la fe su esperanza…’

Por la Castellana ha desfilado, con garbo, orden y presencia, una pequeña muestra de ese ejército de hombres y mujeres que ha pasado a ser motivo de orgullo para los españoles. Qué lejos quedan los tiempos del 23F.

Y presidiendo el desfile, Felipe VI, un hombre joven, consciente de la carga que lleva encima, que ha alcanzado el puesto de mando antes de lo esperado y lo lleva con dignidad y sin concesiones gratuitas. En su trabajo –guiado por la moderación, la información y el estudio- no hay espacio para la improvisación, lo que le permite intimar con el terreno que pisa. Actúa con criterio y no arrastra un pasado que lamentar. Sus maneras y conducta merecen, cuando menos, un respeto.

Y justamente eso es lo que les ha faltado a quienes detestan lo que tenga que ver con el Estado, la Patria y la Nación española, hiriendo a quienes no piensan como ellos. Por eso a casi nadie le ha gustado el exabrupto, desnutrido de talento, de un actor menor: 'Me c…en la monarquía'. Su defecación viene paradójicamente amparada en esa libertad de expresión contemplada por la legalidad española, de la que apostata.

Mas y Urkullu han vuelto a dar el taute, con su acostumbrado plantón, en esta ocasión secundado por la presidenta de Navarra. Esa ausencia destila ninguneo a aquello que les brinda un status aventajado, sin el cual no podrían 'ser el Estado' en sus respectivos territorios. ¿Tanto desprecian a ese otro cincuenta por ciento de ciudadanos -a los que también representan- que sí se sienten españoles y, como tales, quisieran verlos en el estrado de presidentes?

La alcaldesa de Barcelona no se ha privado de dar un respingo contra el desfile y la celebración, al grito de 'vergüenza de Estado aquel que celebra un genocidio'. Emerge, en este caso, el carcajeo de los que se malician que la corregidora no ha debido de estudiar lo suficiente para poder valorar la gesta española en América.

También el secretario general de un partido que -en sus palabras- aspira a gobernar, se ha zafado del desfile y recepción, a los que estaba invitado, con un pretexto incomprensible: "soy más útil en la defensa de los derechos sociales". Es decir, el método Ollendorff aplicado al protocolo de la urbanidad y la buena educación.

'Nada que celebrar'. Este es el último hashtag de los que antes de ayer pitaban el himno nacional, el mes pasado quemaban la bandera y casi todos los días insultan al rey y al presidente del Gobierno, al clamor de que ni se sienten españoles ni quieren serlo ¡Y son ellos quienes pretenden dictar la fatwa de lo que debemos o no debemos celebrar!

Algunos impacientes criticaron al rey cuando no se fue del Camp Nou, ante los pitos al himno. Entonces, el jefe del Estado apretó los dientes y mantuvo el tipo frente a quienes no pierden ocasión de manifestar su desprecio a España. Acertó quedándose y no ‘dándoles por el palo del gusto’. Porque, sin duda, lo más sencillo para él hubiera sido marcharse, pero entonces habría cometido un error.

En Neptuno, junto al monarca, estaban el Gobierno en pleno y los presidentes de las autoridades del Estado. De nuevo, ha podido sentir, desde la parte trasera del Rolls Royce negro -siempre las medidas de seguridad- el calor de quienes reconocen apuros y virtudes.

Cuando finalizó el desfile, el escenario se trasladó a los salones de Palacio, mientras en la Castellana aún resonaban los compases de esa música triste, que inmortaliza a los caídos. Como para andar con burlas a cuenta de la fiesta nacional.