Bienvenida a EL ESPAÑOL entre clarines y timbales

Por Rocío Rubio

Charlaba el otro día con un colega sobre qué esperábamos de EL ESPAÑOL. Charlábamos, dos abogados, sobre cómo Pedro J. ha conseguido inocular ilusión, incluso a dos estoicos convencidos. Y charlábamos, dos abnegados lectores de opinión, sobre cómo habían contribuido a nuestra ilusión sus arpones semanales. Pero en medio de esta amigable charla, escuché algo, de un amigo y colega al que valoro, aprecio y admiro profesional y personalmente, que rebatí casi visceralmente en nuestra conversación privada y hoy siento la necesidad de razonar en público.

Conviniendo ambos que los arpones semanales son, literariamente hablando, de extremada brillantez y que destilan un nivel cultural extraordinario, depurado y mimado con un esmero entusiasta, mi colega observó, que no obstante por dicha causa, el mensaje no llega y tendrá complicado llegar al gran público.

Atendida la altura del nivel cultural que le tengo reconocido a mi interlocutor no pude sino mostrar mi rotundo desacuerdo con tal observación, pues si bien en el corto plazo convengo con el diagnóstico - ya adelanté mi recurrente estoicismo -, es precisamente esa vocación de excelencia lo que, personalmente, consiguió ilusionarme: la permanente búsqueda de la excelencia como fin, como forma de relacionarnos con los demás, como rasero con el que medir y medirnos, pues, desde mi modesta opinión, no hay - ni habrá-, otra fórmula de hacer país. Si no ya para los que estamos, para los que han de venir.

Y porque así lo creo, y porque es el único compromiso que voy a exigir a EL ESPAÑOL, quiero aprovechar la oportunidad que me brinda este blog del suscriptor para hacer una reivindicación ajena, sobre la exclusiva base de la vocación de excelencia en cualquier ámbito de la vida.

No soy gran aficionada a los toros, pero ayer, por un compromiso profesional, asistí en la Plaza de Las Ventas de Madrid a una corrida de la Feria de Otoño. El azar me sentó en el asiento 16 de la fila 5 del tendido 4, justo al lado de los músicos, clarines y timbales de la plaza. Y sus comentarios, entre toque y toque, sobre cómo se iban desarrollando las faenas, me suscitaron tal curiosidad que no pude resistirme a entablar conversación (trabajo de campo que a veces utilizo para aprender) primero con Cristina, de la que sólo me separaba la barandilla de su plataforma, y luego con el resto de sus compañeros.

Los músicos, entusiastas aficionados, me fueron explicando para mi inopinado deleite el porqué de sus comentarios en los distintos momentos de las faenas, lo que me dio una perspectiva radicalmente distinta a la burda concepción noble de la lidia, que hasta ayer tenía en mi cabeza. Pero eso, para mí queda, pues pese a ello, sigo sin poder -o querer- posicionarme respecto a la Fiesta.

Sin embargo los músicos me dieron otras informaciones que me sorprendieron igualmente y que hoy me sirven para escribir estas líneas de denuncia sobre lo poco que en España buscamos la excelencia.

Los músicos de los clarines y timbales de la Plaza de Las Ventas, músicos profesionales pluriempleados todos, no tienen - no son provistos - de un uniforme. Las flamantes gorras de plato que ahora lucen acaban de conseguirlas tras una ardua batalla con la gerencia de la plaza. Y no han reivindicado bizarramente sus gorras de plato por presunción, elitismo o coquetería, sino porque tienen que soportar cada año, de marzo a octubre, las inclemencias del sol de justicia - el 4 es tendido de sol - que les abrasa impíamente rostros y cabezas, y de los aguaceros intempestivos que parecen gustar de deslucir la Fiesta en la capital del Reino.

Los músicos de los clarines y timbales de la Plaza de Las Ventas, que anuncian ritualmente a matadores, cuadrillas y público el desarrollo de la lidia que ordena la presidencia, reciben por todo reconocimiento a su contribución al espectáculo una camisa blanca, y si protestan mucho, una lucida gorra de plato, que a falta de la toldilla que se les niega permite que las cámaras de Canal +, cómodamente instaladas en la sombra opuesta del coso, ofrezcan al exterior una imagen de uniformidad ortodoxa que se descubre paupérrima en la distancia corta.

Y yo me pregunto si un espectáculo de estética eminentemente ritual no debería cuidar con más esmero estos pequeños detalles. Por diminutos que sean. Porque los clarines y timbales también son una forma de arte.