En uno de los extremos del puente de los espías (Potsdam)

Krzysztof Belczyński/Flickr

Krzysztof Belczyński/Flickr

Por Íñigo Val Eguren, @iValEguren

Tiempo de elecciones, tiempo de encuestas; afirmaciones pedestres, información contrastada. Un vistazo a mis amigos virtuales y materiales me indica que Berlín es un destino frecuente. Lo que no es tan habitual es que los datos confirmen mis impresiones. Según visitberlin.de dos millones de nuestros compatriotas visitaron la capital germana en 2014, escenario, estos días, de El puente de los espías, la última película de Steven Spielberg.  En uno de los carteles promocionales, junto a una gran cabeza de Tom Hanks puede verse el puente que da título a esta buena -pero no excelente- película y que sobre el río Havel "unía" las dos Alemanias.

De hecho, en el cartel, sobre la estructura del puente están el compás, el martillo y el anillo de espigas de centeno del emblema de la República Democrática Alemana (RDA), poderoso reclamo para los aficionados a las historias de espías. En la orilla germano-oriental, aunque geográficamente situada al oeste, se encuentra Potsdam (tengan cuidado con la situación traicionera de la letra t al buscar en Google), una ciudad digna de ser visitada incluso si sólo se piensa pasar tres o cuatro días en Berlín. ¿Es insensato recomendar a unos amigos extranjeros que vengan a pasar un fin de semana largo a Madrid que reserven una jornada para ir a Toledo? La ventaja de Potsdam (de menor categoría que la ciudad del Tajo) es que está mucho más cerca de la gran capital (35 kilómetros por autovía -por los 89 de Madrid a Toledo-) y se puede llegar a ella a través de los trenes de cercanías o del metro berlinés (un viaje de entre 25 y 40 minutos según qué tren se elija).

Potsdam es una localidad de tamaño medio (cerca de 165.000 habitantes), capital del Estado Federal de Brandeburgo. Esos son los datos y las coordenadas. Si el futuro visitante reserva uno de sus días berlineses y decide acercarse a Potsdam, le recomiendo que vaya en tren. Dejada atrás la moderna estación de destino, dos aromas salen al paso: uno natural (bosques y lagos) y otro histórico-artístico. En general, los monarcas europeos han sabido bien dónde situar sus residencias reales. Federico II el Grande, a quien no le emocionaba su palacio berlinés, pasó largas temporadas en el Palacio de Sanssouci (declarado Patrimonio de la Humanidad y joya de la corona de la ciudad brandeburguesa). Han pasado por allí, por tanto, porciones de la historia de Prusia, del Imperio alemán, de la Segunda Guerra Mundial, de la Guerra Fría e incluso del cine germano (en Babelsberg, que fue sede de los estudios UFA y donde en la actualidad sigue habiendo actividad audiovisual).

Alemania mira al este y al oeste y en esta Potsdam bifronte, la del puente Glienicke -el de los espías spielberguianos-, se advierte tanto la huella occidental (por supuesto Francia – muchos de sus hugonotes encontraron refugio en Prusia- o los Países Bajos -se puede pasear por el "barrio holandés", de pequeñas casas de ladrillo idénticas a las neerlandesas-), como el sabor de la Europa eslava, que puede apreciarse en la colonia Alexandrowka. Además de Sanssouci (escenario de las veladas del déspota ilustrado, corresponsal de Voltaire), la lista de lugares interesantes es extensa: Cecilienhof (donde Truman, Churchill-Atlee y Stalin decidieron el futuro de la Alemania vencida), el Palacio Nuevo, la Orangerie, etc. Lugar encantador, y he ahí la paradoja del siglo XX: el mal que germina en una tierra agraciada. El paseo por los caminos y las calles de la Potsdam de hoy hacen difícil tener presente que allí echaron raíces los dos sistemas más criminales de la historia y que en nuestro puente sobre el Havel había un pequeño paso en el Telón. Aparte de los elementos de ficción y del dopaje histórico –marca de la casa de la DDR y sus países hermanos-, parece ser que el intercambio de espías fue real. No sé el volumen exacto del canje de agentes. Fuera el que fuera, el puente y otros lugares parecidos son pura droga para las mentes adictas a la literatura -buena y mala- de espionaje. En la orilla de Berlín, la libertad; en la Potsdamer, la tiranía.

Tiempo de elecciones, tiempo de cábalas. Por alguna razón misteriosa, los votantes que se encuentran cómodos junto a la parafernalia del comunismo son los que expresan orgullosos en las encuestas sus arcaicas preferencias ideológicas. Los demás votantes son -somos- más tímidos (muchos no expresan su voto "popular"). Mis amigos reales y cibernéticos me ofrecen unos datos similares a los publicados en los medios. Cuando se publique esta entrada en el blog ya se habrán conocido los resultados. Sin histerismos -vivimos probablemente en el mejor momento de la historia mundial- espero que mis compatriotas apoyen a los partidos de la orilla berlinesa y disfrutemos siempre del paseo libre por los “Checkpoint Charlies” y los “puentes Glienicke”. Sería una pena caer en la trampa de considerar "nueva política" a los simpatizantes del arcaico bloque oriental. Esperemos que el mundo bipolar se quede en las novelas de LeCarré y que en las carreteras de acceso a España podamos poner señales que digan: Sanssouci (sin preocupación).